La Espada y la Rosa

Capítulo 7: El Valle de las Primeras Traiciones

Ducado de Darvelis, Fortaleza de Rocanieve, Salón del Cordón Gris, Dependencias del Consejo Menor,

La ventisca de final de invierno golpeaba los vitrales con saña, pero dentro del Salón del Cordón Gris el aire estaba cargado de calor humano y murmullos envenenados. Aquella cámara—de techo bajo, vigas de abeto ennegrecido y paredes cuajadas de estandartes de campañas olvidadas—acogía cada luna llena a los consejeros subalternos de la Casa Darvelion: intendentes, maestres de armería, capitanes de puentes, notarios de grano. Un cuerpo invisible que daba músculo al poder del Duque, aunque rara vez coincidiera con su presencia.

Esa noche, sin embargo, Kaeren se sentó en un banco lateral, autorizado por su padre para “observar y aprender”. El Duque Arvad había partido dos días antes hacia la frontera sur, dejando al Maestre Galdor como voz principal. Kaeren se mantuvo callado, la espalda rígida, notando cómo las palabras flotaban como brasas en aceite.

—…se rumoran de extrañas caravanas entrando a medianoche por el Paso Sombrío… —murmuraba el intendente de víveres.

—…dicen que se vieron pañuelos de gasa gris con nudos de halcón, … —añadía un capitán de frontera, bajando el tono cada vez que pronunciaba el nombre.

—…y la escolta no era de nuestros hombres, sino de la Casa Umbría.

Kaeren entrecerró los ojos. Halcón eclipsado, Umbría… Todos nombres que remitían a la esfera de influencia de Lotharion y, por extensión, a la Duquesa Vireya. Pero la chispa saltó cuando el escribano de cuentas—un hombre más libro que carne—desenrolló un pergamino de rutas y dejó caer la bomba:

—Parece que Lord Tharen aprobó esos salvoconductos. Lleva su firma—dijo, señalando un lacre quebrado con el león sangrante sobre yelmo roto, emblema personal del hermano mayor de Kaeren.

Un rumor de asombro y recelo recorrió la mesa. Galdor golpeó el bastón contra el suelo.

—¿Firmas clandestinas?—bramó—. El Duque lo ignora. ¿Qué más se mueve en las sombras?

Nadie respondió, pero las miradas nerviosas lo dijeron todo. Kaeren sintió un nudo helado en la boca del estómago: Tharen… Lotharion… Recordó la noche en las bóvedas, la Hermandad del Martillo Silente y el juramento de mantener pura la sangre darveliana. ¿Era posible que su propio hermano cortejara al enemigo para adelantar su sucesión?

Galdor ordenó que sellaran el pergamino y descartó al escribano. Cuando la media luna de velas menguó, la sesión se disolvió en susurros. Kaeren permaneció, fingiendo revisar unos mapas para escuchar el eco de las conversaciones que morían en el corredor.

—Son negociaciones secretas, dicen que al menos dos encuentros en la frontera nevada…

—…Lotharion ofrece hierro meteórico y maestres de pólvora…

—…gente de Tharen planea “accidentes” para caravanas leales a Arvad…

El joven apretó los puños. Cada frase encajaba con las piezas que había visto: los movimientos de bandidos, la caravana incendiada que investigaría pronto, los sellos del león sangrante. El enemigo, comprendió con un escalofrío, podía surgir de su propia sangre.

Salió al pasillo de piedra; el viento que colaba por las troneras le azotó el rostro. Necesitaba pensar, pero también actuar. Su brújula sin corona—oculta bajo el jubón—parecía pesar el triple. Tharen, el hermano idolatrado por los clanes, ¿traicionaría al Ducado para evitar un enlace que consideraba una mancha? ¿O para tomar un poder que el edicto, al largo plazo, pondría quizá en manos del “león sin corona”?

Kaeren descendió a la armería. A cada escalón, las palabras del juramento nocturno en la cripta retumbaban con sentido nuevo: Romper mi destino o morir luchando. Tal vez la primera batalla sería contra la sombra familiar que él mismo había admirado.

En la penumbra, se caló la espada. El frío del metal disipó la confusión con un latigazo de lucidez. Tenía que confirmar los rumores antes de que el Duque volviera. Y, si eran ciertos, decidir si la lealtad nacía de la sangre… o de la verdad que sostenía la montaña.

Detrás de él, en el Salón del Cordón Gris, las velas se fueron apagando una a una. Y con cada llama muerta, el Valle de las Primeras Traiciones se dibujaba, invisible, sobre el mapa del reino.

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Reino de Valthenor, Palacio de Aleshanth,
Biblioteca de la Rosa de Cristal, Noche sin luna,

La biblioteca principal, habitual recinto de estudios y recepciones cultas, ocultaba un segundo nivel suspendido sobre vigas esbeltas: un corredor angosto al que se accedía por una escalera secreta disimulada tras un mapamundi de pergamino. Sólo la Marquesa Yrindela y su escribano privado lo usaban; por eso, cuando la luna nueva se alzó sin antorchas encendidas en los patios, Elaerith se deslizó descalza, llevando una vela ciega —mecha protegida por cilindro de estaño— y el corazón latiéndole en la garganta.

Había visto a su madre subir allí al final de cada jornada, portando un cofrecillo de nogal. Velindra le enseñó a leer silencios, y el silencio de Yrindela al volver de ese pasadizo gritaba “secreto”. Esta vez, la Marquesa se hallaba ausente en una cena de protocolo; las llaves del corredor colgaban del lomo del mapamundi. Era la oportunidad.

Elaerith giró el mecanismo; la escalera se desplegó con un chasquido suave. Arriba, un aire a madera reseca y óleos antiguos dejó en su lengua un regusto a polvo de siglos. En la penumbra, la vela reveló estanterías bajas con compartimentos individuales, cada uno numerado con runas florales. Sobre la mesa central reposaba el cofrecillo, sellado con la rosa bicéfala de Valthenor.

Su pulso martilleó. Sacó del corpiño una pequeña lámina de cobre templado; la deslizó bajo el sello y giró. El lacre se abrió sin romper el emblema. Dentro, bien ordenados, doce rollos de pergamino atados con cordeles de colores:

  • Dorado: correspondencia con Anzur.
  • Cinabrio: mensajes destinados a la Baronesa Lysorien (la misma que conspiraba con Lotharion, según rumores).
  • Marfil: copias para el Consejo Menor de los vinos.
  • Negro: destinatario sin marca ni título.




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