La Espía

Capítulo 1

Lía

Después de varios años de guerra, todo había terminado. Las naves enemigas habían sido reducidas a escombros flotando en el vacío, sus estaciones destruidas o abandonadas. Ahora solo quedaban unos pocos forajidos que perseguir, piratas y mercenarios que se negaban a aceptar la nueva era de paz. La galaxia, antes en llamas, se sumía en un letargo que se sentía casi irreal. Para quienes habíamos pasado tanto tiempo peleando, la calma era un enemigo más insidioso que cualquier flota hostil.

La vida en la estación se había vuelto monótona. Patrullas sin incidentes, simulaciones de combate que carecían de emoción, órdenes que se reducían a mantener el orden en un espacio donde ya no había nada que ordenar. El entrenamiento diario, antes una necesidad vital, ahora era solo una rutina agotadora y vana, un eco de tiempos en los que cada movimiento podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Para los que nos habíamos acostumbrado a pelear duras batallas, el vacío de acción pesaba más que la propia gravedad artificial.

El golpe en el hombro, que me propinó mi compañero, me sacó de mis pensamientos. Su puño, reforzado con el exoesqueleto de combate, impactó con fuerza controlada, pero lo suficiente para hacerme reaccionar. No lo pensé dos veces. Con un movimiento fluido, desvié la inercia y devolví el ataque con un pie en su pecho. El impacto lo hizo retroceder unos pasos en la superficie metálica de la sala de entrenamiento. Su visor reflejó por un instante la chispa de un desafío compartido. Aunque la guerra había terminado, aún llevábamos la batalla en la sangre.

— Estás distraída, de otra forma no habría podido tocarte, comandante — se burló Rawf.

— Es cierto, pero ya espabilé.

Volví al ataque y luego de varios movimientos quedé con mi rodilla sobre su espalda, apretándolo fuertemente contra el suelo.

— No soy el enemigo, Lia.

Me levanté de un brinco y sonreí con superioridad.

— Por supuesto que no, si así fuera ya estarías muerto.

— Dudo que pudieras matar a esos criminales a manos limpias, pero entiendo el punto.

Se levantó y salimos del salón de entrenamiento.

— Comandante — un novato venía corriendo hacia nosotros.

— ¿Sí?

— El general la espera ahora.

— Bien.

Dejé a Rawf y seguí al muchacho por los pasillos de la estación espacial. La luz fría de los paneles de neón parpadeaba a intervalos regulares, proyectando sombras en las paredes metálicas. El zumbido constante del soporte vital se filtraba en el ambiente, un sonido al que uno se acostumbraba con el tiempo, pero que nunca desaparecía del todo.

¿Qué podía ser lo que quisiera de mí el general? Ya no había guerra, ni conflictos. Las fronteras estaban aseguradas, las patrullas espaciales se reducían a simples maniobras de rutina y el Consejo apenas enviaba órdenes más allá del mantenimiento de la estación. No había hecho nada que mereciera una reprensión desde hacía bastante tiempo, y aun así, me habían llamado con urgencia.

Al llegar, la puerta se deslizó con un siseo mecánico y me encontré con una escena inesperada. El general estaba sentado en su escritorio, su expresión tan inescrutable como siempre, pero su postura delataba una tensión contenida. En la oficina había dos hombres más. Uno de ellos, un militar, llevaba el uniforme reglamentario con la insignia de la Lira 2, una estación en un cuadrante alejado del nuestro, poco relevante en tiempos de paz. El otro, en cambio, desentonaba por completo con el entorno ordenado de la sala. Sus ropas eran un conjunto improvisado de telas desgastadas y blindaje ligero, con cicatrices de quemaduras en los bordes, como si hubiera visto demasiadas refriegas en las zonas menos controladas del espacio. Su mirada, afilada y calculadora, dejaba poco margen a las dudas: era un renegado.

— Señor, ¿envió por mí?

— Comandante Tarf, siéntese, por favor.

— Gracias.

—La he convocado porque requerimos de sus servicios. El general Caenpar necesita infiltrar a una mujer en una red de tráfico de personas.

— Entiendo... —Acepté, sin estar tan segura de que comprendía.

— Esto es algo secreto, por lo que deberá asumir otra identidad.

— De acuerdo.

— Estará desconectada de todo hasta que alguien la contacte.

— ¿Quiere decir que estaré a la deriva? ¿Sin apoyo?

— Eso es.

Los otros hombres solo miraban sin acotar nada.

— ¿Y qué papel deberé desempeñar? — pregunté temiendo la respuesta. Si esta red traficaba con personas, entonces debía tener algo que ofrecer para ellos...

— No será algo tan difícil, será quien es con algunos cambios — explicó.

— ¿Cuáles cambios?

— Dirá que fue capturada en un ataque.

— Se cambiará de nombre — acotó el General Caenpar.

— Y dirá que es una novata.

Hice un movimiento con mi muñeca donde tenía una marca permanente en la que figuraba mi rango.

— Lo quitaremos.

— Haremos algunas modificaciones en su cuerpo.

Me puse de pie de un salto, sintiendo cómo la adrenalina se disparaba en mi sistema. ¿Modificaciones en mi cuerpo? El término me golpeó como un disparo a quemarropa. ¿Qué significaba eso exactamente? La imagen de cables incrustándose en mi piel, de circuitos reemplazando mi carne, destellos metálicos donde antes había sido humano… la idea me revolvió el estómago.

— No...

— No puede negarse, comandante Tarf.

¿Terminaría siendo un androide? Un cascarón de lo que fui, reducido a una máquina programada para obedecer órdenes sin cuestionarlas. La sola posibilidad encendió una alarma en mi mente. No, no podía permitirlo. Yo seguiría siendo yo, con mis pensamientos, mis decisiones, mi autonomía. No dejaría que me transformaran en algo que no era, en algo que jamás pedí ser.

— No puede obligarme.

— En situación de emergencia, puedo.

— Pero ya no estamos en guerra.

— Esto es grave, la hija del General Caenpar ha desaparecido y es prioridad encontrarla.




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