La Espía

Capítulo 2

Azazel

— Estoy harto de tener que ocuparme de la basura que han dejado los humanos.

— No te quejes, aunque tengamos que ocuparnos, son muchas las veces que podemos sacar rédito de ello — dijo mi hermana Iana.

— Quizás. Eso no quita que su mugrero crece día con día.

— No podemos achacar toda la culpa a los humanos, piensa que la guerra no fue librada solo por ellos, hubo muchos que participaron y todavía los hay — replicó su esposo Hactan.

— El cerebro de este equipo no podía menos que tener razón — sonreí de manera burlona. La verdad era que tenía razón, pero antes de que ellos aparecieran, la guerra no había llegado nunca tan cerca de nosotros.

— Tus burlas no me afectan, es solo que te molesta no tener la razón siempre.

— No tengo la razón siempre, no me hagas ver más soberbio de lo que soy.

Iana se rio de nuestra discusión, era una discusión eterna y sin resolución, pues desde niños la teníamos. Ambos nos unimos a su risa alegre.

Un pulso vibró en mi antebrazo, una señal breve pero insistente. Bajé la vista y vi el resplandor tenue de la notificación en la interfaz de mi brazal, proyectando datos en un discreto holograma. En menos de cinco ciclos arribaríamos a Defas.

Defas no era un planeta, ni siquiera una luna natural. Era un planetoide artificial, un amasijo de metal y escombros ensamblados a partir de siglos de basura espacial. Sus estructuras improvisadas sobresalían en ángulos imposibles, sostenidas por tecnología reciclada y la pura obstinación de sus habitantes. La mayoría eran científicos renegados, exiliados de corporaciones o gobiernos que los habían considerado un problema. Mentes brillantes, pero peligrosas.

Allí se podía encontrar de todo: tecnología experimental, armas prohibidas, modificaciones cibernéticas ilegales, incluso teorías que en cualquier otro rincón de la galaxia serían consideradas herejía científica. Sin embargo, Defas tenía un problema. Siempre carecían de fondos para mantenerse. Su supervivencia dependía del intercambio de conocimientos, del contrabando y de aquellos lo suficientemente desesperados como para pagar por algo que no conseguirían en ningún otro lugar.

Y ahora, por alguna razón, yo estaba en camino hacia ese vertedero de genios y parias.

Ingresamos en la estación y descendimos sin perder tiempo, adentrándonos en las profundidades del laberinto de pasillos en busca de Pandarguil. Un draconiano peculiar, con un talento innegable para reparar droides y otros robots, pero con un instinto suicida cuando se trataba de negocios turbios. Habíamos colaborado en muchas ocasiones, intercambiando favores y tecnología en acuerdos que rara vez quedaban por escrito. Pero esta vez, no venía a ofrecerle mi ayuda ni a discutir sobre sus últimas creaciones.

Esta vez venía a cobrar.

Pandarguil me debía una cuantiosa suma, y no en créditos, sino en lealtad. Sus actividades ilícitas lo habían metido en problemas más de una vez, y en la última ocasión, fui yo quien lo sacó del agujero en el que se había metido. Ahora era momento de que pagara.

Los pasillos de la estación eran oscuros, iluminados solo por paneles defectuosos y luces intermitentes que proyectaban sombras irregulares. Las paredes, ensambladas con partes desechadas de otras estaciones, parecían a punto de desmoronarse en algunos tramos. El aire olía a metal recalentado y lubricantes quemados, una mezcla característica de lugares como este, donde la vida dependía de maquinaria remendada una y otra vez.

Después de atravesar varios corredores, llegamos al laboratorio de Pandarguil. La puerta estaba entreabierta, y al asomarme, lo vi de espaldas, inclinado sobre una mesa de trabajo abarrotada de piezas desmanteladas. Sus ropas desgastadas y el movimiento mecánico de sus manos ensamblando componentes dejaban claro que estaba concentrado en algo… o que simplemente no esperaba visitas.

Sonreí para mis adentros. Pues bien, era hora de sorprenderlo.

— ¿Por qué tengo que estar persiguiéndote, Pandarguil?

Él se sobresaltó y se giró velozmente, cubriendo lo que fuera con lo que trabajaba.

— ¿Perseguirme? Claro que no, Azazel, siempre estoy aquí — habló nerviosamente acercándose a mí.

— Es la tercera vez que vengo.

— Puras casualidades.

— Me debes.

Hizo una risita, por lo bajo. Su mirada reptil rehuía la mía y observaba hacia los lados como si buscara un lugar hacia donde huir.

Inia y Hactan comenzaron a recorrer el lugar rodeándonos.

— La verdad es que no creo tener nada todavía, es decir... no lo suficiente, pero mira.

Caminó por entre las máquinas hacia la derecha y por debajo de una estantería sacó una caja. Al abrirla, exhibió algunos cristales estelares, y unas cuantas fracciones.

— ¿Te burlas de mí?

— Azazel, no han sido tiempos buenos, no tengo... puedes... puedes llevarte lo que quieras.

— Podría matarte.

— ¿Ella es un droide? — preguntó mi hermana desde el fondo del recinto, donde momentos antes había estado Pandarguil.

— Ella... sí, pero no tiene arreglo, está muy deteriorada — se apresuró hasta el lugar mientras hablaba y yo lo seguí.

Mi hermana había descubierto al droide. A primera vista, parecía una mujer, era delgada y estaba boca abajo, inmóvil, como si la hubieran dejado allí sin más. Su espalda estaba hecha un desastre: las placas metálicas y la piel sintética estaban desgarradas, y un enorme cráter ennegrecido entre sus omóplatos sugería que algo había explotado en su interior.

Observé con más detalle sus extremidades. Partes de su brazo y sus piernas estaban reforzadas con un exoesqueleto, un diseño que indicaba modificaciones avanzadas, quizás para aumentar su velocidad o fuerza. No era un modelo estándar, eso estaba claro. Cada pieza de su cuerpo había sido ensamblada con un propósito, aunque ahora solo quedaban rastros de lo que alguna vez fue.

Su cabello, blanco como la luz fría de las estrellas, caía hacia un lado, enmarañado y empapado de sangre. ¿Sangre? Eso me detuvo por un instante. ¿Acaso tenía fluidos biológicos, o pertenecía a otra persona?




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