Lía
Luego de un largo mes comencé a considerar cambiar mi estrategia, estaba harta del encierro. Tenía alimentos, puesto que Iana se ocupaba, y también comodidades, pero no podía salir de la habitación, él no me maltrataba, pero esto se estaba volviendo asfixiante.
Necesitaba un nuevo enfoque. Resistir pasivamente solo me mantenía atrapada en esta jaula dorada. Mi instinto de supervivencia me exigía actuar. Si no podía escapar por la fuerza, entonces tal vez debía jugar sus propias reglas, hacerle creer que había ganado, que yo me había rendido por completo.
Si me mostraba sumisa y complaciente, tal vez me permitiría más libertad, pequeñas concesiones que podría aprovechar para estudiar mejor la fortaleza y encontrar una oportunidad real de huida. Era un juego peligroso, pero quedarme de brazos cruzados solo prolongaría mi encierro.
Debía ser cuidadosa, medir cada palabra, cada gesto, cada reacción. Debía convertirme en la mujer que él quería que fuera… hasta que llegara el momento adecuado para recuperar mi libertad.
Así lo hice, me ocupé de recibirlo con cariño, fingir que disfrutaba de su compañía, incluso intenté conversar con él, y aunque no era muy locuaz, supe que antes de que su padre falleciera había pasado muchos años recibiendo su educación dura y eso hizo de él alguien tan diferente a su hermana, cuyos padres la habían educado con amor.
Una noche, luego del sexo, me decidí a intentarlo
— Mi señor, ¿puedo... pedir algo?
— Pide.
— Quisiera... salir un poco — su expresión denotó desagrado. — Aunque sea con grilletes, a un lugar con sol.
— ¿Insinúas que alguien que ha vivido toda su vida en una estación espacial extraña el sol?
— No, pero... yo tenía mucha libertad y tomábamos baños solares diarios, en cámaras. La verdad es que me asfixio, y como vi que este planeta tiene una luminaria, me gustaría... si es posible.
— Y soy tan idiota como para creer que no quieres más que ver la estrella, y no recorrer el lugar para buscar una salida.
Azazel me apartó de él con brusquedad.
— No es así, yo...
— Ya no digas nada, me estás enojando.
— ¿Se supone que tengo que disfrutar de estar encerrada sin ver nada ni a nadie? ¿Solo esperándote? — Su mirada fue dura y tenía un brillo que me dio temor. — Lo siento, mi señor — me disculpé de inmediato.
— Ves como tengo razón, tu reclamo habla por ti, pérfida mujer.
— Es la verdad.
— Es la verdad, pero no es eso de lo que hablo, sino del desafío en tus ojos al decirlo.
— ¿Acaso disfrutas de que te tema?
— Podría fingir que no, pero la verdad es que sí. Lo disfruto, disfruto muchísimo el miedo que tienes a mi ira.
— En realidad es un miedo infundado, jamás me has hecho nada y pronto dejaré de temerte.
Salté de la cama antes de terminar de hablar, pues su expresión se había vuelto terriblemente decidida. Intenté llegar al baño para esconderme allí, pero no pude alejarme demasiado del lecho, pues él me alcanzó y envolviendo mi cintura con su brazo fuerte me lanzó haciéndome rebotar contra el colchón.
Yo quedé acostada de espaldas, en una postura algo desgarbada, intentando retroceder mientras recuperaba el aliento, y él estaba de pie observándome. Mi respiración se entrecortaba mientras lo veía acercarse con esa mirada decidida, implacable.
— Empieza a suplicar.
— No, no... por favor.
Tomó mi tobillo y me arrastró hasta él, que se encontraba a los pies de la cama. Me levantó apoyando mi espalda contra su pecho fuerte, me sentía más pequeña e indefensa que nunca. Su mano libre comenzó a jugar con mis pechos, pellizcando mis pezones, aunque no llegaban a doler, después de varias veces sentí irritación. Por más que forcejeaba para escapar no lo lograba, su agarre era como el de un grillete gigantesco.
— Pídeme perdón.
— Perdóname, por favor — lloriqueé.
Sorprendiéndome, me soltó sin más y yo gateé hasta quedar contra las almohadas.
— Mírate. No te he hecho nada y ya estás llorando. ¿Así pretendes desafiarme? ¿En verdad me quieres enfurecer, Lía?
Negué con la cabeza. Por las estrellas errantes, él tenía razón, yo no resistía nada, el miedo que me gobernó fue tan grande que no pude ni siquiera intentar defenderme. ¿Siempre había sido así de débil, de sumisa, de fácil de quebrar? O… ¿me habían convertido en esto? Antes tenía certezas. Sabía quién era, qué quería, hacia dónde iba. Ahora, todo era un mar de dudas, un laberinto sin salida donde cada camino me llevaba de vuelta a la misma pregunta: ¿Quién era yo ahora? No, no podía seguir así. Si quería ser libre, tenía que recuperar mi fortaleza. Pero primero, debía entender qué me habían hecho… y cómo deshacerlo.
— Ven aquí.
— No — volví a negar manteniendo mis brazos cruzados delante sosteniendo mis pechos.
— ¿Debo buscarte? — aunque no lo dijo había una advertencia en sus ojos reptiles.
Avancé hasta él a gatas y una vez allí, se sentó y me colocó sobre su regazo.
— No me interesa para nada lastimarte — declaró. — Eso no quiere decir que te dejaré hacer lo que te dé la gana, al menos no hasta que sepa que tus dulces atenciones son reales.
— Eran reales.
— No, no es cierto. Eran felonías con el objetivo de hacerme creer una sumisión que no sientes.
— Solo quiero poder salir, estoy cansada de estar encerrada.
— Aunque desees mentirme, yo sé lo que piensas, no me lograrás engañar.
— Es que...
Ya no supe que decir y me callé. No tenía sentido discutir con él, puesto que tenía razón y a mí se me habían acabado los argumentos. Me sentía tonta e inútil. ¿Cómo me había convertido en esto? ¿Qué había hecho yo de malo para tener que merecerlo? Esa última pregunta me golpeó con más fuerza de la que esperaba. ¿Qué había hecho para merecer esto?
Tal vez nada. Tal vez no se trataba de merecerlo o no. El universo no funcionaba con justicia, no repartía castigos o recompensas según algún código moral universal. Las cosas simplemente ocurrían, sin importar lo que uno quisiera o creyera. Pero aun así, la impotencia quemaba dentro de mí. No quería aceptar que mi destino estaba fuera de mi control. No quería seguir sintiéndome como un objeto, una cosa que otros manipulaban a su antojo.