La Espía

Capítulo 19

Lía

No recordaba cuándo, en estos meses, había dejado de dormir a los pies de la cama. Pero allí estaba ahora, cada amanecer, enroscada contra su cuerpo, sintiendo la seguridad salvaje de su brazo rodeándome, su respiración profunda contra mi cuello. Y lo más perturbador no era el hecho en sí, sino que no deseaba despertar nunca más lejos de ese abrazo posesivo. Me encontraba atrapada en una contradicción que no sabía cómo resolver: mi libertad se diluía en cada noche que me quedaba a su lado, y aun así no quería otra cosa.

En ese momento, con el calor de su piel pegado a la mía, todo parecía menos hostil, menos ajeno. Como si este lugar me perteneciera, como si yo le perteneciera a él, aunque mi razón gritara que eso era impensable. Quizás había perdido el rumbo… o quizás simplemente había empezado a crear uno nuevo, uno que aún no me atrevía a aceptar.

Cuando llegué a este lugar, aterrorizada y traumatizada por las lesiones que había recibido, lo único en lo que pensaba era en huir. Mi mente, acostumbrada a la estrategia y al combate, ya no tenía terreno firme sobre el cual apoyarse. No sabía quién era. No me reconocía en este cuerpo mutilado, intervenido, transformado sin mi consentimiento.

Había partes de mí que ya no existían, que habían sido arrancadas, talladas, rediseñadas con propósitos que no eran los míos. Aquello que una vez fue fuerza, ahora era adorno.

Cuando la otra humana llegó, pensé que él me reemplazaría. Ella estaba completa. Yo no. Ella podía ofrecerle lo que a mí me arrebataron. Yo era una muñeca, una figura decorativa cuyo valor estaba en su docilidad y no en su voluntad.

Y sin embargo… Cada vez que Azazel me miraba, no parecía ver lo que me faltaba, sino lo que quedaba. Lo que resistía. Lo que yo misma me negaba a aceptar como valioso. Y eso… eso me confundía más que cualquier programación, más que cualquier castigo. Porque quizás, después de todo, todavía había algo de mí que era susceptible de recibir amor.

— Yo puedo responder esa pregunta.

— ¿Qué?

Su voz había sonado tan de repente que me había sobresaltado. Azazel tomó mi mentón con sus dedos y me hizo mirarlo.

— Eres bella, dulce, sumisa y entregada, tu aroma es como un remanso de paz para mí, pero lo que realmente me cautiva es tu fuerza, esa fuerza que está siempre ahí, viva en tu mirada. Por más veces que te tome, nunca estarás sometida, ni rota, seguirás adelante y tomarás cualquier cosa que yo te dé y eso te hará más fuerte.

— Yo no soy así...

¿Él me conocía mejor de lo que yo misma lo hacía? No podía negarlo: a veces, sus palabras llegaban antes que mis propios pensamientos, como si me viera desde un ángulo al que yo aún no tenía acceso. Azazel no me consideraba débil por sentir… al contrario. Cada vez que me enfrentaba a mis emociones, a mi deseo, a mi rabia o a mi confusión, él parecía estar ahí, firme, viéndome crecer como si todo formara parte de una metamorfosis necesaria. Como si supiera que me estaba reconstruyendo desde los escombros.

¿Tenía yo esa fuerza de la que hablaba? Quizá. Porque, aunque no lo aceptara del todo, ya no era la misma que llegó temblando a este lugar. Algo se estaba forjando en el silencio de mis noches, en las miradas compartidas, en los suspiros que no podía contener, y sí… también en las heridas.

Mis sentimientos hacia él no me estaban debilitando a sus ojos, sino todo lo contrario. A través de ellos, me estaba reconectando conmigo misma. No con la mujer que fui antes del dolor, sino con una nueva versión que aún no terminaba de definir, pero que ya podía intuir.

Él me veía fuerte. Y quizás, solo quizás… empezaba a creerle. Era indiscutible que Azazel poseía una fuerza arrolladora, no solo en su cuerpo, sino en su presencia. Y quizá eso era lo que tanto me atraía. Tal vez no lo quería por su poder sobre mí, sino porque ese poder reflejaba el que yo sentía nacer en mi interior. Tal vez… me parecía más a él de lo que hubiera deseado admitir.

— Lo eres, no en la forma convencional, sino en una muy femenina y resiliente.

— Quieres decir que tengo capacidad de aguantarlo todo — me quejé intentado apartarme.

Azazel se rio y me soltó.

— Esa espeluznante mujer se irá en poco tiempo y debo despedirla, si no fuera así, me quedaría a convencerte de lo contrario.

— No necesitas convencerme de nada, ya lo entendí todo — repliqué mientras lo veía buscar su ropa para empezar a vestirse.

— Entiendes lo que quieres, pero yo no he dicho eso.

Azazel se marchó y yo me quedé allí, cavilando en sus palabras. Me vestí también pensando en que pronto Iana vendría por mí. Y cuando la puerta se abrió sonreí para recibirla, pero la sonrisa se me decayó inmediatamente al ver que no era ella, sino Zhartrea, seguida de dos hombres más de su especie, tan grandes como Azazel. Di un paso atrás al percatarme de que esto no traía nada bueno, cuando ellos avanzaron, abrí la boca para gritar o negarme, pero algo fue rociado en mi rostro y todo se oscureció. El vacío fue denso y pesado, como si hubiera caído en una sustancia viscosa que me arrastraba hacia el fondo de mí misma. No soñé. No sentí. Solo oscuridad.

Cuando volví a mí, lo primero que noté fue el frío. No el de la temperatura, sino ese frío seco del metal bajo mi piel. Mi espalda tocaba una superficie lisa, rígida. Abrí los ojos con dificultad. La luz era blanca, artificial, demasiado intensa. Un zumbido suave vibraba en algún rincón, tal vez de una máquina o una lámpara. Parpadeé. El techo no era familiar. Y lo que más miedo me dio… tampoco lo era el silencio. Intenté mover la cabeza y una punzada me recorrió el cuello. Un mareo me hizo apretar los dientes.

La habitación estaba vacía, estaba en una nave, ¿cómo me habían sacado del castillo? No podría saberlo a menos que alguien me lo dijera. Me toque el brazo para comprobar el brazal con el que Azazel vigilaba mi ubicación pero ya no estaba, si lo habían dejado en la habitación, él no notaría mi ausencia hasta que Iana me buscara. Otra cosa que noté fue mi ropa, estaba vestida con un mono blanco de un tejido pesado, seguramente para cubrir mis implantes.




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