La Espía

Capítulo 23

Lía

Una vez que me sentí segura, me atreví a salir de la caja. Todo estaba apenas iluminado por una tenue luminiscencia, me encontraba en una bodega. Mi estómago rugía, comencé a rebuscar para encontrar alguna caja abierta de la cual pudiera tomar una lata, solo esperaba que el lugar no tuviera vigilancia, pero a considerar que era una nave de carga y que estaba fuera de la ley seguramente no la tenía.

El silencio de la bodega era espeso, casi tangible. Cada uno de mis pasos descalzos sobre el suelo metálico sonaba más fuerte de lo que hubiera querido, aunque me esforzaba por moverme como un susurro. La luz verdosa, opaca y parpadeante, no ayudaba a ver con claridad, pero bastaba para distinguir los montículos de cajas apiladas y el contorno de los pasillos entre ellas. Me sentí segura, al menos por el momento. Sentía el vacío en mi estómago como un segundo latido, uno que dolía y que me reclamaba atención. Mis piernas aún temblaban por el esfuerzo y la tensión, pero el hambre era más apremiante que el miedo.

Cuando conseguí una caja abierta, adentro había latas. Algunas abolladas, otras cubiertas de polvo, pero la mayoría intactas. Mis dedos encontraron una con una etiqueta apenas legible: algo que parecía ser proteína vegetal compacta. No importaba qué fuera, solo necesitaba calorías. Tomé un par de latas, las abrí por la orejuela que traía. No me importó el sabor, ni el olor, ni que estuviera fría. Comí con una avidez medida, obligándome a masticar despacio aunque mi cuerpo gritara por devorar. No podía enfermarme ahora, no podía arriesgarlo.

Mientras tragaba, pensaba. ¿Hacia donde iría esta nave? ¿Qué haría después? ¿Cómo lograría sobrevivir una vez que saliera de aquí? Tenía la cabeza llena de preguntas sin respuesta, la incertidumbre gobernaba mi vida, pero por ahora, lo primero era sobrevivir. Comida, agua, y silencio. Todo lo demás vendría después.

Una vez que mi hambre voraz se hubo saciado, volví a guardar las latas vacías en el mismo lugar de donde las saqué El metal crujió suavemente bajo mi peso cuando me deslicé de nuevo dentro de la caja. Acomodé las latas vacías con cuidado, como si el orden pudiera ocultar mi paso, como si ese gesto minucioso pudiera engañar a ojos que no debía conocer.

Ahora el cansancio de la fuga y la pelea me pasaban factura, el miedo hizo que volviera a meterme en la pequeña caja para dormir y no ser descubierta en un descuido. Cerré la tapa desde dentro y me abracé a mí misma, en la oscuridad cálida y asfixiante de mi escondite improvisado.

El pulso aún retumbaba en mis sienes, pero ahora era más tenue, como un eco que se iba apagando. El sudor frío que me había acompañado durante la huida comenzaba a secarse, dejando una sensación pegajosa en mi piel, mezcla de polvo, metal y cansancio acumulado. Sentía los músculos tensos, cada extremidad como si cargara con el peso de cien días, pero por primera vez desde que desperté en la nave de los traficantes, el terror no dominaba del todo mis pensamientos. Había logrado sobrevivir, esconderme, alimentarme… era poco, pero era algo.

El miedo seguía allí, enredado en mi pecho como una raíz tóxica, susurrándome que no bajara la guardia, que en cualquier momento una luz ajena podría descubrirme, una voz podría romper la frágil calma. Pero el agotamiento era más fuerte, y mi cuerpo ya no respondía a las alertas. Cerré los ojos en la oscuridad, dejando que la caja me envolviera como un capullo torcido, un refugio temporal que apestaba a óxido y encierro, pero que me ofrecía un mínimo respiro. Afuera, las máquinas continuaban su ritmo inalterable, indiferentes a mi presencia. Adentro, respiraba con lentitud, bajando el ritmo, aferrándome a la esperanza de que, al despertar, aún estuviera libre. Aunque fuera solo por un día más.

Un movimiento brusco me despertó. Tardé solo unos segundos en darme cuenta de qué era lo que pasaba, y de inmediato me aferré a la tapa para que no se abriera. Estaban descargando el navío. O el viaje había sido muy corto, o la nave era demasiado veloz, puesto que me pareció que dormí tan solo unas horas.

Pronto sabría donde me encontraba. El corazón me latía con fuerza y empecé a pensar en qué podría pasar si era descubierta. Pero no pasó. La caja quedó quieta y los ruidos externos me indicaban que había otras más siendo transportadas. Tal como las veces anteriores, esperé el silencio para salir.

El silencio tardó en llegar, pero cuando lo hizo fue tan rotundo que me hizo dudar. Ya no había pasos, ni voces, ni el sonido de ruedas metálicas deslizándose por el suelo. Solo el zumbido leve, constante, de la maquinaria en reposo, ese murmullo mecánico que indicaba que todo seguía vivo, pero en pausa.

Solté la tapa con cuidado, dejando que se abriera apenas una rendija. La luz era distinta, más natural que la de la bodega anterior. Olía a polvo seco y algo más: grasa, combustible y una pizca de aire viejo, cargado de presencias humanas. Me asomé con precaución. Nadie a la vista. Salí despacio, los músculos entumecidos por la posición incómoda, el cuerpo pesado por el descanso forzado.

Estaba en otro almacén, uno aún más vasto y desordenado, lleno de estanterías oxidadas y contenedores apilados hasta el techo. El lugar tenía una apariencia abandonada, pero era evidente que aún era utilizado. Las cajas estaban marcadas con sellos de diferentes planetas y rutas de contrabando. Estaba en el corazón de algún mercado negro, o quizás en una de las estaciones de paso de los territorios libres.

Avancé en silencio entre las filas, atenta a cada sonido, cada sombra. Si podía salir de allí sin ser vista, quizás tendría una oportunidad real. Pero no bastaba con escapar. Necesitaba saber dónde estaba. Me escabullí por detrás de unas cajas que estaban al frente del almacén y pude retirarme del lugar invicta.

Caminé por las calles atestadas de gente, debía encontrar una forma en la que pudiera cambiarme de ropa y camuflarme, aquí todos vestían con ropas de colores marrones, y yo seguía con el horrendo mono blanco. Lo peor era que no tenía nada que pudiera usar para cambiar, ni sabía qué clase de dinero se utilizaba en este lugar. ¿Debería preguntar a alguien? Tenía tanto miedo de ser descubierta que no me atrevía.




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