Lía
Después de que los primeros meses pasaron, mi cuerpo dejó de resistirse y comenzó a entregarse por completo a la vida que crecía en mi interior. El apetito, antes inexistente o marcado por náuseas, se volvió voraz, como si cada célula exigiera alimento para construir algo más allá de mí misma. Comía sin culpa, como si todo lo que devorara fuera sagrado, destinado a nutrir no solo mi cuerpo, sino el suyo, ese pequeño ser que se formaba en silencio, en la penumbra de mis entrañas.
Me sentía más pesada, sí, pero no incómoda. Al contrario, había en esa lentitud un ritmo distinto, más pausado, más contemplativo. Podía decir, sin temor a exagerar, que llevar un hijo dentro no era en absoluto algo desagradable. Era extraño, sí, una sensación de constante ocupación, de compartir el cuerpo con otra presencia. Pero no era una invasión: era una compañía silenciosa, íntima, casi sagrada.
Mi ropa disimulaba perfectamente el pequeño bulto que empezaba a formarse, y mientras caminaba entre la gente, nadie podía notar que en mi interior se gestaba una vida. Pero cuando me miraba desnuda frente a un espejo, la curva era evidente, innegable, y aunque me estremecía por todo lo que había atravesado hasta llegar a ese punto, también sentía una ternura silenciosa que me envolvía.
Había despertado en mí un instinto feroz, algo primitivo y profundo. Lo protegía incluso de mis propios pensamientos, de los miedos que a veces me abordaban en la oscuridad. Amaba a este niño. No podía explicarlo de otra forma. Era como si su sola existencia diera sentido a todo lo demás. Y en medio de todo el caos, esa certeza era un ancla.
Tenerlo dentro mío era como tener una parte de Azazel aún presente. Como si de alguna manera, por retorcida o improbable que fuera, no lo hubiera perdido del todo. Era irracional, lo sabía. Pero eso no le quitaba fuerza. Esa conexión, esa unión tan íntima, me resultaba gratificante. Aunque el mundo se derrumbara, aunque la guerra interna no cesara, dentro de mí algo crecía, y eso lo cambiaba todo.
Una noche, acabábamos de cenar cuando sentí un extraño movimiento dentro de mí. Me puse de pie de un salto, asustada.
— ¿Qué pasa? — indagó Mirena observándome con preocupación.
—Algo... algo pasó... aquí —, señalé el lugar, cerca de mi ombligo.
—¿Qué?
—No sé... —empecé a llorar. —Tengo miedo, tengo mucho miedo, no quiero que le pase nada.
—Tary, tranquilízate, y explícame qué sientes.
—Es como un movimiento. No sé.
Ella de repente se rio, haciendo que yo dejara de llorar y la mirara con incredulidad.
—Tonta, el bebé ha empezado a moverse.
—¿El bebé se mueve? —pregunté secando las lágrimas de mi rostro.
—Claro, está vivo, los bebés se mueven en el vientre, no lo has sentido antes porque era muy pequeño.
—¿No le pasa nada malo? —En ese momento me di cuenta de que sostenía mi vientre como si se fuera a caer.
—Claro que no, debes acostumbrarte, no dejará de moverse hasta que decida salir —ella me explicaba estas cosas mirándome de forma que yo no supe si interpretar como ternura o lástima.
Una vez en el lecho, con el cuerpo finalmente recostado y el silencio de la noche envolviéndome, me reía internamente, sintiéndome ridículamente tonta. Jamás en mi vida había imaginado que los bebés se movieran dentro del cuerpo con tanta claridad. No eran simples burbujas, ni sensaciones vagas, era movimiento real, concreto, como si alguien golpeara desde adentro comunicando su existencia.
Podía tener la excusa de haberme criado en la estación espacial, rodeada de metal, protocolos y datos, sin madres a la vista, sin embarazos, sin esa humanidad desbordante que ahora me sacudía. Pero aun así, si me ponía a pensar con lógica, como lo había hecho siempre, era evidente que si un ser crecía dentro mío, debía moverse. Era un organismo vivo, un cuerpo formándose, ¿cómo no había considerado eso antes?
Volví a reír, de esa forma silenciosa que uno se guarda para sí, como un pequeño secreto íntimo que no se quiere compartir. No quería que Mirena me oyera. Me envolví en las mantas, y con una mano sobre el vientre, me permití por primera vez disfrutar del absurdo de todo aquello.
La mañana llegó y comenzamos el día muy temprano. Aquel fue el día en que mi pequeño y yo comenzamos a conversar. No sabía por qué, pero no podía evitar referirme a él como a un niño. Le agradecí por estar conmigo, por darme la fuerza y algo por lo cual despertar feliz cada mañana a pesar de que extrañaba tanto a Azazel.
—¿Has pensado qué nombre le pondrás?
—No, pero, me gusta Uruk.
—¿Qué clase de nombre es ese?
—No sé, siento que es un nombre con mucha fuerza y él es fuerte.
—También podría ser una niña.
—¿Hay alguna forma de saberlo?
—Sí, pero nosotros no podemos pagarlo.
—Bueno, da igual, lo amaré de todas formas.
—¿Era atractivo?
—¿Qué?
—Su padre, ¿era atractivo?
—Sí, supongo. A mí me gustaba.
—Y lo amabas.
—Y aún lo amo.
—Deberías ver una forma de regresar, es bueno que los niños tengan a sus dos padres.
—Tengo miedo de que si lo hago los traficantes me encuentren y puedan hacer algo a mi bebé.
—Siempre puedes pedir rescate.
—¿Qué?
—Si te atrapan puedes decirles que el padre del niño pagará lo que sea por tenerte de regreso a ti y a su hijo.
-—Ay, no. Me da mucho miedo. No arriesgaré a mi bebé por nada del mundo.
—Bueno, pero no pierdas la esperanza, quizá él te busque a ti.
No respondí. La verdad era que, por mucho que me gustaría pensar que Azazel me buscaría, ya habían pasado más de cinco meses, difícilmente me buscara y si lo hacía, mucho más improbable aún era que me encontrara.
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Azazel
Después de saber que Stardom había perdido a Lía en Conrhfin, sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Era una ciudad caótica, un nido de oscuridad donde la vida valía poco y los acuerdos menos aún. Sin perder tiempo, envié carteles por todas las redes de tráfico de los territorios libres, difundiendo su imagen digitalizada junto a la promesa de una recompensa sustanciosa por cualquier dato que pudiera guiarme hacia ella.