La Espía

Capítulo 26

Lía

La idea de buscar a Azazel, o siquiera imaginar que él pudiera buscarme a mí, rondaba mi mente como un cometa errante, hermoso y peligroso. Me sorprendía a mí misma repasando una y otra vez la posibilidad de volver a verlo, de sentir su mirada fija en mí, de poner sus manos sobre mi vientre y ver cómo se encendía su rostro al saber que llevaba a su hijo. Pero el miedo me paralizaba. ¿Y si él no sentía lo mismo? ¿Y si me culpaba? ¿Y si el tiempo ya había erosionado todo lo que alguna vez hubo entre nosotros?

Yo deseaba volver a verlo. Lo deseaba con cada fibra de mi cuerpo, con cada respiración contenida. Y sabía, lo sabía con una certeza inexplicable, que él querría a este bebé. Eso le decía a mi niño cada día, con voz suave y caricias temblorosas: “Tu papá te anheló siempre, incluso antes de que yo lo supiera. Tu tía me lo dijo. Él te soñaba, Uruk.”

Y entonces me venía esa pregunta que dolía incluso en el alma: Si él supiera que Uruk venía en camino, ¿me querría de regreso? Suspiré largamente, como si ese suspiro pudiera arrancarme la duda del pecho. Era una pregunta tonta, me decía, y, sin embargo, no podía evitar hacerla. Nunca lo sabría. O al menos… no todavía.

— Mira, Tary — la voz de Mirena llamó mi atención.

Ella arrastraba un carro con ruedas lleno de cajas, me quise acercar a ayudarla, pero no me lo permitió, apartándome con un gesto de su mano.

— ¿Qué traes ahí, chica? — indagó Alo, quien atendía un puesto de comidas a nuestro lado.

— ¿Qué crees, tonto? Nuevas mercancías.

— ¿Necesitan ayuda?

— No, largo de aquí.

Por algún motivo, que yo desconocía, entre ellos había una rivalidad constante, pero ni siquiera vendían lo mismo; sin embargo, no perdían oportunidad de reñir.

— Ya me necesitarás y me negaré. Díselo, Tary.

Solo me sonreí y esperé a que Mirena comenzara a abrir las cajas, ella sacó varias hasta encontrar una que no era tan grande y me la pasó.

— No la abras hasta que lleguemos a casa.

— ¿Es para mí?

— Sí.

— ¿Por qué no puedo abrirla? No me hagas esto.

— Ya sabes.

— Mire...

— No, no. En casa.

La tarde se estiró como si el tiempo se hubiera vuelto denso y pegajoso, y todo por culpa de esa bendita caja, por la que me carcomía la curiosidad. Cada minuto era una pequeña tortura. Mirena, con esa sonrisa enigmática suya, se había mantenido firme: "No hasta que lleguemos". A veces pensaba que disfrutaba verme desesperada. Yo intentaba distraerme, con el resto de la ropa nueva y los viajeros que pasaban a comprar, pero mis ojos volvían una y otra vez a la caja sellada, como si pudiera leer a través del envoltorio.

Sabía, o al menos sospechaba, que eran cosas para Uruk, pero mi mente, juguetona y ansiosa, tejía mil posibilidades.

— ¿Cuál es tu problema con Alo? — pregunté en un intento de pasar el tiempo más rápido.

— Es un falso, mentiroso y estafador.

— Nunca me pareció así, pero… ¿Por qué no me cuentas qué pasó?

— Pues… él y yo enseguida que nos conocimos, nos gustamos y empezamos a salir, pues resultó que tenía novia y había quedado en complot con ella para robarme.

— ¿En verdad? Pero esa novia ya no existe, él siempre está solo.

— No me importa, lo hecho, hecho está.

Ella se ensimismó y ya no quiso seguir hablando del tema, me pareció evidente que todavía tenía sentimientos por Alo.

Cuando por fin cruzamos el umbral de la casa al atardecer y Mirena me dio permiso, mis manos se movieron con torpeza por la emoción. Al abrir la caja, la respiración se me cortó. Allí estaban: prendas diminutas, algunas más pequeñas que mis manos, en telas suaves y colores cálidos. Eran de distintos tejidos, unas con diseños, otras estaban bordadas con una delicadeza que hablaba de amor en cada punto. Mis ojos se llenaron de lágrimas sin que pudiera evitarlo. ¿Quién hubiera dicho que un trozo de tela tan pequeño podría arrancarme el alma?

— ¿De dónde has sacado esto? Es hermoso —susurré con la voz rota por la ternura.

Mirena sonrió con dulzura, como si supiera exactamente lo que sentía.

— Lo mandé a pedir a una de mis hermanas, hace un par de meses.

— ¿De verdad? Yo... no sé cómo agradecerte. Has hecho tanto por mí.

Ella se acercó a mí y me tomó de los brazos.

— Tary, tú me has ayudado también, mi negocio se caía a pedazos y además, estaba terriblemente sola. No tienes nada que agradecerme.

— Pues te lo agradezco igual.

— Cocinaré — declaró ella apartándose.

— No, deja que yo lo haga, debes estar cansada. Arrastraste el carro desde el puerto.

— No te preocupes, disfruta de tu regalo, yo lo haré y mañana lo haces tu.

Bajé la mirada a la caja y comencé a sacar una a una las piezas y, sin poder evitarlo, las puse sobre mi vientre preguntándome como se vería mi pequeño con ellas.

— Puede que algunas no le queden, pero otras te servirán — me dijo cuando me vio con un monito apoyado sobre mi cuerpo.

— ¿Por qué lo dices?

— Está creciendo muy rápido, quizá sea grande.

— ¿No son todos del mismo tamaño?

Ella se rio ante mi pregunta.

— No, depende del tamaño de los padres.

— Oh.

Esta información sobre el tamaño del bebé en relación con el tamaño de los padres me hizo llenar de diferentes inquietudes, y esa noche, mientras doblaba por enésima vez las ropitas diminutas que Mirena me había regalado, no podía dejar de pensar en Azazel. Su altura, su complexión… era un hombre imponente. Y entonces, la idea se deslizó por mi mente como una sombra: ¿Y si Uruk salía tan grande como su padre?

La pregunta me hizo sentarme con la ropa aún en las manos, el corazón latiéndome un poco más rápido. ¿Y si no entraba en mi cuerpo? ¿Y si no podía llegar a término? ¿Y si algo salía mal por esa simple diferencia de tamaño?

Jamás me había hecho estas preguntas, quizá porque desde que supe que lo llevaba dentro, solo sentía amor y conexión. Pero ahora las dudas me golpeaban con la fuerza de la lógica: aunque yo era alta y fuerte, como todos los de mi clase militar, pero no tenía comparación con alguien como él, que no era humano.




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