La Esposa Del Presidente

CAPÍTULO 1: LA CAMPAÑA COMIENZA

El estruendo de los aplausos sacudía el auditorio como un trueno que se repite en eco. Gente de traje lustroso y obreros con las manos aun oliendo a grasa se mezclaban en un mismo latido: «¡Ellsworth! ¡Ellsworth!».

Helena Lancaster apoyó el codo en la barandilla del palco lateral y giró con lentitud la copa de vino; sentía cómo la vibración del público trepaba hasta el cristal y le hacía cosquillas en la yema de los dedos.

Abajo, su marido— Richard— alzaba los brazos. Por un segundo, Helena lo vio tal cual era años atrás, antes de que la ambición lo cambiara: un hombre demasiado honesto para la jungla que pisaba. De inmediato reprimió el pensamiento; la nostalgia es una grieta, y las grietas, en política, se pagan con sangre.

Richard inhaló, cuadró los hombros y lanzó la frase taladrada a fuego en los ensayos:

—Lexington merece un gobierno que escuche a su pueblo, que luche por su prosperidad y que devuelva la confianza a nuestros ciudadanos. Ha llegado la hora de un nuevo liderazgo.

El estallido del público la obligó a parpadear. A su lado, Derek Vaughn, el jefe de campaña murmuró con una sonrisa ancha:

—Es oro puro. Mañana las encuestas…

—Las encuestas no ganan elecciones. —Helena no alzó la voz; bastó un murmullo para que Derek se encogiera.

En realidad, quería gritar: «Si fallamos con Hargrove todo esto se desploma», pero gritar es admitir temor, así que tragó la angustia con un sorbo de vino.

En la primera fila, Amelia Ellsworth, de dieciocho años, conservaba la compostura que su madre le había inculcado. Era consciente de que las cámaras la enfocaban y de que cualquier gesto podía convertirse en noticia. Su hermana menor, Beatrice, de trece, agitaba las manos entusiasmadas cada vez que su padre hacía una pausa dramática, sin percibir la tensión política que envolvía a su familia.

Sin embargo, la atención de Helena no estaba en sus hijas. Sus ojos se dirigían a la sección reservada para los altos miembros del Partido de la Libertad y la Tradición, en particular hacia una figura que permanecía sentada mientras los demás aplaudían.

Marcus Hargrove.

Gobernador de Westvale, viejo zorro, dueño de medio partido y enemigo silencioso de su familia.

uno de los políticos más influyentes del PLT y, sin lugar a duda, el mayor obstáculo dentro del partido. Helena comprendía que no se dejaría convencer por la puesta en escena de esta noche. Hargrove no aplaudía porque no respaldaba a Richard, no por preferir a otro candidato, sino porque se negaba a soltar el control que ejercía sobre el partido.

Helena apretó la copa entre sus dedos. Era el tipo de adversario que no se derrotaba con discursos emotivos. «Aplaude, maldito. Aplaude o sangrarás por dentro».

Al finalizar el evento, Richard se marchó rodeado de asesores, periodistas y partidarios. Helena descendió con elegancia, saludando a donantes y compartiendo algunas palabras con los periodistas más influyentes antes de dirigirse tras bambalinas.

Richard la recibió con una sonrisa confiada.

—Creo que logramos lo que queríamos esta noche.

—Fue un buen comienzo —respondió Helena con una media sonrisa—. Pero la verdadera batalla no es contra Carlisle. Está aquí, dentro del partido.

Richard suspiró, pasándose la mano por la frente.

—Lo sé. Hargrove ni siquiera lo disimula.

—No lo hace porque se siente seguro —contestó Helena—. Y cuando alguien no ve motivos de preocupación, significa que se cree con ventaja.

Richard le tomó la mano con suavidad.

—¿Y qué sugieres, mi estratega?

Helena entrecerró los ojos, mientras su mente ya tramaba el siguiente movimiento.

—Propongo que le demos una razón para temernos.

La suite estaba en penumbra, apenas iluminada por la pantalla encendida del televisor, donde un analista desmenuzaba cada palabra del discurso de Richard. Helena estaba sentada en la mesa, rodeada de papeles, cifras, titulares digitales que abrían con fuerza la campaña. A su lado, el sobre con la información de Carlisle reposaba como una tentación silente.

Richard dormía a pocos pasos, tendido de lado, con el ceño aun levemente fruncido, como si ni siquiera el sueño lograra apagarle el peso del día. Helena lo miró un instante y luego volvió la vista al ventanal. Desde esa altura, Lexington parecía dormida. Pero ella sabía que nunca lo estaba del todo.

Acarició el borde del sobre sin abrirlo. No todavía.

—¿No vas a dormir? —la voz de Richard la sorprendió. Apenas como un murmullo desde la cama, sin abrir los ojos.

—Aún no. —Su tono fue neutro, pero su mente estaba lejos de la calma.

Richard se incorporó con esfuerzo y se frotó el rostro, desperezándose. Se sentó en el borde de la cama, con la espalda ligeramente encorvada.

—Fue una buena noche —dijo, casi como si necesitara que ella lo confirmara.

Helena lo miró sin moverse.

—Sí, lo fue. Pero no ganamos nada todavía.




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