La Esposa Del Presidente

CAPÍTULO 2: LAS REGLAS DEL JUEGO

“Sangre en los titulares”

El celular vibraba sin parar. Ni siquiera eran las ocho de la mañana, y ya sonaban los mensajes, las llamadas perdidas, los correos con líneas rojas y signos de exclamación. Helena se quedó sentada en la mesa del desayuno, con la taza en las manos, sin probar el café.

No necesitaba leerlo todo para saber lo que estaba pasando.

Carlisle.

Lo había sentido desde la noche anterior. Esa inquietud en el pecho. Esa sensación de que algo, finalmente, se había movido en la dirección correcta… o en la más peligrosa.

Desbloqueó el celular.

“Escándalo en la campaña de Carlisle.”

“¿Vínculos turbios en el financiamiento del favorito del PUN?”

“El candidato de la Unión Nacional, cercado por sospechas.”

Helena cerró la pantalla. La habitación estaba en silencio, pero su cabeza no.

A unos metros, Richard discutía al teléfono. Su voz era baja, pero cortante. Como si intentara no sonar desesperado, aunque lo estuviera.

—Mantenlo lejos de los periodistas. No me importa cómo lo hagas. Que desaparezca —gruñó.

Helena se levantó despacio y caminó hasta la puerta del salón. Lo observó desde allí. Estaba de espaldas, con el puño apretado y la otra mano en la nuca. Esa postura la conocía bien: miedo disfrazado de enojo.

—¿Daniel otra vez? —preguntó, apenas con la voz.

Richard colgó. No giró de inmediato.

—Sí. Lo de anoche fue un desastre. Bebió delante de los donantes. Y después se fue del evento… con su secretaria.

Helena no respondió. Caminó hasta la ventana, echó un vistazo a la ciudad y apoyó la frente contra el vidrio.

—¿Y hay testigos?

—Un periodista. Lo vio salir del hotel con ella. No lo han publicado todavía. Están esperando más pruebas.

El silencio entre ellos fue más largo de lo habitual.

—No podemos darnos ese lujo —dijo ella finalmente, sin girarse—. Carlisle está tambaleando. No podemos dudar justo ahora.

Richard dejó escapar un suspiro. Uno de esos que no suenan a alivio, sino a cansancio.

—¿Qué propones?

Helena se volvió. Esta vez no tenía esa expresión de mujer invencible. Solo se la notaba agotada. Sostenía la taza como si le diera calor, como si necesitara aferrarse a algo.

—Primero, necesitamos que su esposa no lo hunda. Si ella habla ahora… si lo deja públicamente… es una bomba.

—Margaret no es estúpida.

—No —admitió Helena—. Pero está herida. Y las mujeres heridas hacen cosas impredecibles. Sobre todo cuando sienten que las usaron.

—¿Hablarás con ella?

Helena asintió, bajando la vista.

—Sí. Pero no la voy a amenazar, Richard. No quiero jugar a eso.

—¿Entonces?

—Voy a hablarle como mujer. No como estratega.

Y en ese momento, aunque fuera solo por un segundo, Richard la miró con una mezcla de admiración y culpa. No dijo nada. Solo la observó. Como si se diera cuenta —tarde— de todo lo que ella estaba haciendo para mantenerlo de pie.

“Verdades que no se dicen”

La casa de los Whitmore estaba en silencio. Ese tipo de silencio que no es calma, sino contención. Como si todo dentro de esas paredes se mantuviera de pie por puro orgullo.

Margaret abrió la puerta con el gesto de quien ya no quiere ser educada, pero aún no se permite ser grosera.

—Helena. Qué sorpresa.

Helena no respondió enseguida. Solo la miró. No como rival, ni como política. Como mujer.
Y Margaret bajó la mirada antes de hacerse a un lado.

—Pasa.

El salón era amplio, luminoso, impersonal. Como si alguien lo hubiera decorado para aparentar orden mientras la vida real se escapaba por las grietas.

—¿Quieres té? —preguntó Margaret, sin mucha intención.

—No —respondió Helena con suavidad—. Solo quería hablarte, sin cámaras, sin intermediarios. Como mujeres. Como madres.

Margaret la miró de reojo mientras se sentaba.

—¿Y por qué supones que eso me interesa?

Helena dudó un segundo. No estaba acostumbrada a mostrarse sin coraza, pero esa no era una conversación para estrategias. Era una conversación para heridas.

—Porque sé lo que duele estar sola mientras el mundo cree que tienes todo.

Margaret soltó una risa seca.

—No estás sola. Tienes el país, el apellido, el control.

—Y el mismo tipo de esposo que vos —respondió Helena sin suavizar el golpe—. Alguien que toma decisiones sin pensar en las consecuencias, y que espera que nosotras limpiemos el desastre sin arrugar el vestido.

Margaret apretó los labios. Le tembló un poco la barbilla, pero no lloró. Se sentó con las piernas cruzadas, como si el control corporal pudiera sostenerla emocionalmente también.




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