La Esposa Del Presidente

CAPÍTULO 7: EL PESO DEL PODER

El nuevo día en la República de Lexington comenzó con un sobresalto. Las noticias matutinas explotaban en todas las pantallas: dos países aliados habían roto relaciones con la Isla de Lonsdale, uno de los territorios coloniales de Lexington en el Pacífico. El tema apenas había comenzado a circular en medios la tarde anterior, pero ahora se había convertido en la principal fuente de críticas contra el gobierno de Richard Ellsworth.

Mientras la prensa cubría la crisis diplomática, los líderes de la oposición salieron al paso con comentarios mordaces. Afirmaban que el presidente había perdido el control de los asuntos internacionales, y que la política exterior se veía debilitada por su aparente concentración en conflictos internos. Cadenas de radio y televisión repetían las mismas preguntas: "¿Dónde está el presidente? ¿Por qué su gobierno no evitó este conflicto?".

Por desgracia, Helena Lancaster no estaba al tanto de los detalles. Desde Havenport —donde se había instalado con planes propios— escuchó atónita las noticias en su suite de hotel. Con el mando del televisor en la mano y el ceño fruncido, buscó los canales que profundizaban en la crisis. Algunos analistas afirmaban que la Isla de Lonsdale era un punto estratégico y que perder su respaldo internacional podría resultar desastroso para la economía. Otros incluso insinuaban que la administración Ellsworth tenía las prioridades equivocadas.

Helena dejó el control remoto a un lado y marcó a Nathan Holloway en la Casa Presidencial. Cuando este contestó, ella se mostró visiblemente alterada:

—Nathan, ¿por qué me entero de esto por la prensa? —exigió, sin molestarse en ocultar su enfado.
—Señora Lancaster, el asunto escaló anoche. El presidente estaba reunido con el vicepresidente y el gabinete de Asuntos Exteriores.

—¿Y no podían avisarme?

—No quisieron molestarte, dadas tus reuniones en Havenport. Además...
—Eso no es excusa —lo cortó Helena—. Me gusta saber todo antes de que estalle ante los medios.

Nathan permaneció unos segundos en silencio, consciente de que cualquier justificación resultaría insuficiente. Finalmente, Helena suspiró, tomándose un respiro para evitar discutir más con el jefe de gabinete.

—Nathan, pásame el número del embajador de Lonsdale. Ahora mismo.

Unos minutos después, Helena se encerró en un despacho improvisado de la suite y llamó directamente al embajador responsable de las relaciones en la Isla de Lonsdale, un hombre de apellido Chambers. La voz que contestó sonaba cansada, tensa:

—Embajador Chambers al habla.

—Chambers, soy Helena Lancaster —empezó ella, sin preliminares—. Explícame cómo permitiste que las relaciones se rompieran con dos países aliados sin dar la alarma a tiempo.

El embajador tragó saliva al escuchar el tono gélido de Helena.

—Señora Lancaster, hice todo lo posible por mediar, pero las partes involucradas se negaron a sentarse a negociar. Les enviamos múltiples comunicados...

—Al parecer, no lo intentaste lo suficiente —lo interrumpió Helena—. ¿O es que subestimaste la relevancia de Lonsdale en nuestra estrategia internacional?

Chambers guardó silencio. Sabía que replicar sin cuidado a la primera dama —y mujer del presidente— no le traería nada bueno.

—A partir de ahora harás justo lo que te indique el canciller y lo que diga el presidente Ellsworth. Si esta crisis no se resuelve, créeme que tus días como embajador están contados. ¿Entendido?

—Sí, señora Lancaster. Estoy a su disposición —repuso Chambers, con un hilo de voz.

—Perfecto. Mantente alerta a las instrucciones que te llegarán por vía oficial. Y no des ni un paso sin consultarme. —Con esas últimas palabras, Helena colgó, dejando al embajador sin chance de responder más.

Un silencio espeso reinó en la suite. Laura Baker, la asistente de Helena, se mantenía a un lado, fingiendo concentrarse en su tableta para no entrometerse. El agente Roarke, encargado de la seguridad, aguardaba en el pasillo para darles espacio.

Helena inhaló y exhaló, tratando de recuperar la calma. Estar alejada de la capital no significaba que pudiera ignorar las convulsiones políticas. Tras un día manejando asuntos propios, se veía forzada a retomar el control también en la crisis diplomática.
Mientras tanto, en la Casa Presidencial, Richard Ellsworth se encerraba en la sala de reuniones junto al canciller y un puñado de ministros de confianza. Daniel Whitmore, el vicepresidente, estaba allí, tomando notas y sugiriendo posibles enfoques. Desde la noche anterior, venían barajando alternativas para solucionar el conflicto con los países que habían roto relaciones con Lonsdale.

El canciller, un hombre alto de cabellos grises llamado Francis Alden era el eje de la diplomacia nacional. Depositaba carpetas y resúmenes sobre la mesa con un gesto apremiante.

—Señor presidente, necesitamos un encuentro urgente con los embajadores de los países involucrados. Ellos acusan a Lonsdale de prácticas desleales en comercio marítimo. Y, por supuesto, los gobernadores opositores han aprovechado para criticar la política exterior de la administración —explicó Francis Alden, con la voz tensa.

Richard se frotó el puente de la nariz. No era solo el desafío interno, ahora el frente internacional amenazaba con volverse un problema mayor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.