Cuando Diana comenzó a perder la consciencia, se alegró de que su sufrimiento finalmente terminara.
No tenía ni una memoria fuera del hospital ni algo que la atara a la vida. Desde que tuvo uso de razón, se percató que no le interesaba a sus padres ya que ellos preferían concentrar sus esfuerzos en el trabajo. Rara vez pasó tiempo en familia y además de las enfermeras y doctores, nunca convivió con alguien más. Ni siquiera con otros pacientes o visitantes.
Era callada por naturaleza, pero también observadora, así que desde muy pequeña forjó una personalidad fuerte y distante. Nunca le causó problemas al personal del hospital y tampoco actuó de forma caprichosa frente a sus padres. Recibió con gratitud todo lo que ellos le dieron, desde los pocos minutos a la semana que le dedicaban, hasta los juguetes, libros y electrónicos con los que llenaban su habitación para distraerla de su triste realidad.
Más allá de las cuatro paredes de su habitación, de los desolados pasillos y las habitaciones donde solían trasladarla para realizarle análisis, no conocía el mundo exterior o el significado de «hogar». De este modo, los libros fueron sus mentores y las historias contenidas en ellos una ventana que le permitía mirar el mundo desde su pequeño rincón.
Por eso, cuando se vio incapaz de respirar y su visión lentamente se oscureció, no lamentó que la vida se le estuviera escapando de las manos. Pero, decir que no tenía algún remordimiento sería mentir, porque la realidad era que si le dolía haber muerto sin leer el capítulo final de la que consideraba su novela favorita.
A pesar de toda la controversia en torno a «Rosas de oro y lágrimas de vino», Diana atesoraba esa historia debido a la naturaleza de los personajes, ninguno era bueno e inocente por completo, todos tenían segundas intenciones, así como miedos y sueños, y también cometían errores. Eran tan humanos que ella consiguió conectar con ellos de una manera u otra.
Dante y Rania se amaban, era un hecho innegable, y para estar juntos realizaron acciones que perjudicaron a terceros e incluso podían considerarse seres egoístas y manipuladores. Pero Diana no se sentía con el derecho de juzgarlos, hasta cierto punto entendía que su entorno los orilló a actuar de tal manera.
La única cosa que lamentaba era el daño que su amor le causó a la esposa de Dante y cómo ella jamás sabría si el personaje conseguía un final feliz o no.
Era una pena que la madrugada de su cumpleaños veinticuatro, su cuerpo finalmente se rindiera y toda la experiencia terrenal que podría llevarse al más allá era lo que aprendió en historias de ficción.
Esperaba algún día, vivir su propia historia de amor.
•••
Abrió los ojos y la ausencia de luz le hizo preguntarse si acaso estaba en el infierno. A pesar de que no creía en eso, los libros le enseñaron a esperar cualquier cosa del universo.
Paulatinamente su visión se aclaró y pudo distinguir un techo alto de manera, este era ligeramente iluminado por luz cálida, la cual proyectaba curiosas sombras. Parpadeó un par de veces y pudo reconocer algunas cosas más: estaba recostaba sobre una suave y acolchada superficie, la habitación desprendía una fragancia entre pino y carbón, y al parecer había alguien más con ella, distinguía su voz de forma distorsionada como si estuviera muy lejos.
Con cuidado, se levantó y miró con sorpresa el lugar en el que se encontraba y su propio atuendo: estaba en una elegante alcoba con muebles rústicos y una chimenea encendida, y ella portaba un vestido blanco de encaje.
«Un vestido de novia», pensó.
Pero lo más extraño era que el mundo a su alrededor no daba vueltas. Debido a su enfermedad, siempre se sentía mareada y débil, cada vez que se ponía de pie, sentía como si la habitación girara y el piso fuera a caerse e incluso no podía distinguir con claridad la distancia de los objetos, lo que provocaba que chocara continuamente con todo.
Pero, tras despertar, esa sensación desapareció, los muebles a su alrededor estaban quietos y en perfecto orden. Era tan extraño y bueno a la vez.
—¡Sra. Wright! —Aquella voz finalmente resonó con claridad y Diana se vio obligada a buscar a su dueña. Se trataba de una mujer de avanzada edad, quien de inmediato la sostuvo del brazo y la guio de regreso a la cama—. No debería levantarse tan de repente, podría caerse.
Diana la observó con ojos bien abiertos, sin parpadear.
—¿Cómo me llamaste?
—Sra. Wright, sé que dejar su apellido de soltera será difícil, pero pronto se acostumbrará.
Diana apartó la mirada de ella y examinó rápidamente la habitación, ¿tal vez su subconsciente creó ese escenario antes de morir? O, quizá, no estaba muerta. Solo en coma y eso era lo que sucedía cuando una persona entraba en ese estado. No se sorprendería de que su cerebro creara tal situación para tranquilizarla.
—Necesito dormir —determinó. Con algo de suerte, la próxima vez que abriera los ojos realmente estaría en el más allá, y si la vida decidía seguir torturandola, despertaría en el hospital.
—Por supuesto, permítame ayudarla.
Diana estaba acostumbrada a que no respetaran su espacio personal, el trato de las enfermeras y doctores era muy invasivo así que no tuvo problema con que la anciana le ayudara a quitarse el vestido y tampoco cuando esta soltó y cepilló su cabello.
Lo único que le causó conmoción fue ver su reflejo en el espejo, su piel no lucía grisácea ni con enormes bolsas oscuras bajo los ojos, sus labios tampoco estaban agrietados sino rosas y humectados, y qué decir de su cabello. Por comodidad, solía cortarlo hasta el mentón, pero ahora lucía una melena brillante y ondulada hasta la cintura.
Eso definitivamente era un sueño.
La mujer la ayudó a subir a la cama —a pesar de que Diana no sentía que fuera necesario— y salió de la habitación tras preguntarle si necesitaba algo más y hacer una reverencia.