La esposa que el Ceo abandonó

La estafa

Eloisa Meneses, ese era mi nombre. Al verlo escrito en el contrato de matrimonio se me revolvió el estómago.

Mi padre me llamaba Eloisa y en este momento, sentía su mirada dura e impaciente sobre mí. Quería que firmara, pero no estaba segura de poder cumplir las cláusulas. Nunca me imaginé casada con un magnate millonario a quien jamás había visto.

Su nombre era Anuar Solano y su firma era tan delicada, sus trazos perfectos y complejos no daban pie a pensar que dudó al momento de firmar. Y ahora era mi turno.

Me armé de valor, tomé el bolígrafo y lo acerqué al papel. Duraría un segundo nada más, sería como parpadear y de pronto habría pactado con el diablo. Un diablo que era mi padre.

El pie de papá se movía de arriba abajo provocando un sonido cuyo eco me impedía concentrarme.

Siendo realistas, no era un mal pacto dados los sucesos recientes, pero tampoco era una decisión que debía tomar a la ligera. Pero necesitaba protección, necesitaba de mi padre… Y él necesitaba que me casara.

Puse la punta sobre el papel, cerré los ojos y entonces dejé caer el bolígrafo.

Me levanté de la silla rápidamente empujando la mesa con mis movimientos bruscos y me dirigí al ventanal. El paisaje era hermoso e imponente, podía ver los edificios más altos de la ciudad y aún más lejos, las montañas y cerros. Me daban tantas ganas de volverme pájaro y salir volando para perderme en las montañas y escapar de mi realidad.

—Eloisa —llamó con ese tono duro característico de él—. Este trato no va a durar para siempre.

Lo sabía y me aterraba, pero me sentía insegura y débil. Me abracé a mí misma y aún con la tentadora idea de escapar, recordé la sonrisa cálida de mamá.

Me llamaba Loi, era mi apodo de cariño, aunque también me llamaba de esa forma estando enojada. Siempre tenía una sonrisa para regalar sin importar el momento y su risa era tan escandalosa que cualquiera podía identificarla a medio kilómetro a la redonda.

Era una madre irresponsable, por no decir una mala madre, pues una niña no debía crecer con un adulto que apenas podía cuidarse a sí mismo. Porque mamá proclamaba cada que podía que me amaba con todo su corazón y que yo era lo más importante para ella, pero sus acciones demostraban lo contrario.

El peor defecto que veía en mi madre era su nulo amor propio; es imposible amar a alguien si no se empieza amándose uno mismo. Y, aun así, tenía la sospecha de que mamá amaba a Alexander; su novio. Lo único que tenía por seguro era que mamá lo amaba más que a mí, o al menos lo prefería.

Alexander era un tipo raro desde mi perspectiva, no era feo, pero distaba mucho del ejemplar caliente y atractivo típico de mamá. Siempre fue agradable conmigo, sobre todo desde que empezó a salir con mi mamá cuando yo tenía veinte y él, treinta. Mamá tenía cuarenta y cinco en ese entonces.

Él también me llamaba Loi.

No podría decir que tenía una visión del amor acertada, pues la relación de mis padres nunca fue algo de lo que sentirse orgulloso, no había cariño, ni respeto, así que no fue una sorpresa cuando anunciaron su divorcio.

Recuerdo haber llorado a mares mientras les rogaba que se quedaran juntos, aún tengo fresca en la memoria la vergonzosa situación de cuando los obligué a pedirse perdón. Era tan ingenua que creí que eso lo arreglaría todo. Mamá repetía que no era mi culpa, pero mi mente infantil se odió por no lograr que ambos se quisieran.

El juez dictaminó custodia compartida, pero lejos de beneficiarme, me perjudicó. No podía hacer amigos, lloraba todo el tiempo y mi padre se hartó de mí. Pronto, su rol de padre se redujo a verme un día del fin de semana y mantenerme con él en casa mientras se encerraba en su oficina para hacer mil llamadas. Generalmente tenía una nana que cuidaba de mí y se encargaba de que comiera, pero yo solo quería que me quisieran.

Con el tiempo preferí estar con mamá y entonces dejaba de ver a papá por largos períodos. Ella era mucho menos estricta que mi padre y cumplía cada uno de mis caprichos, desde dulces y caramelos hasta escapadas a la feria durante días de escuela.

Con el tiempo acepté que el divorció fue para bien, papá se centró en el trabajo y mamá… Fue feliz con varios novios que estuvieron con ella hasta que se cansaban de cumplir sus caprichos.

Y los de su hija, pues mamá dejaba muy en claro desde el principio que, si la querían a ella, debían aceptarme a mí. Ahora, a mis veintisiete años, me parecía una falta de respeto, pues el hombre no tenía por qué hacerse cargo de mí, para eso estaba mi padre. Era injusto que, si el hombre no quería cumplir también mis caprichos o pagar por mis cosas, mamá lo mandara a volar.

«Entonces que no vayan tras mujeres con hijos». Solía argumentar mamá cuando algún hombre se le escapaba. La realidad era que, si mamá se enamoraba, perdía la cabeza, su necesidad de atención era incluso patológica.

Para su beneficio, era guapa, a la edad de cincuenta y dos seguía teniendo un muy buen cuerpo (mucho mejor que yo) y un carisma que encantaba a cualquiera. La envidiaba parcialmente, pues su actitud era muy buena para una joven de menos de treinta años, pero para alguien que ya tenía medio siglo de edad podía resultar incluso… Ridículo.

Siempre quise ser como ella durante el tiempo que me quedara de juventud, pero yo era más del tipo tímida e introvertida. Tal vez fruto de tener una madre extrovertida.

Cuando conocí a Alexander, pensé que sería el amor de mi vida. Fue en aquel crucero que mamá logró sacarle a un rico magnate y después lo dejó. Lo conocí en la piscina y creí que al fin podría vivir mi historia de amor con él. No era guapo, pero su actitud carismática y su don para hacerme reír fue más que suficiente para cumplir mis estándares.

Y entonces llegó mamá. Jamás le dije que tuve un flechazo por él, jamás se lo confesé a Alexander y nunca lo haría. Pero esa vez fue la única vez que odié a mamá.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.