La esposa que el Ceo abandonó

El secuestro

Mónaco nunca fue mi destino ideal para luna de miel.

Siempre tuve la ilusión de ir a Hawai, pero igual me emocionaba imaginarme caminando por las calles de París. Sabía que Daniel y yo no podíamos permitirnos algo tan lujoso, pero en mis fantasías no importaba porque lo importante era estar con él.

—Me parece una falta de respeto que, sin mi consentimiento, aprobaran el lugar de la luna de miel.

Me enteré del destino en el avión privado, al reclamar, Anuar me lanzó una mirada desdeñosa y siguió interactuando con su teléfono.

Ahora, esperaba en el lobby del hotel mientras él platicaba muy animadamente con la recepcionista. Lo que agradecía del viaje era que pude deshacerme del pomposo vestido. Alguien (Andrea, posiblemente) empacó mudas de ropa. Estaba agradecida, pero admitía que la idea de alguien esculcando mis cajones no me agradaba.

De haber sabido que nos iríamos a la mitad de la boda, habría empacado yo misma mis cosas.

El clima era agradable, a pesar de que el jet-lag estaba haciendo de las suyas y los párpados se me cerraban del sueño con todo y el sol brillando en lo alto. La calidez también me arrullaba, no era la mejor combinación.

En un momento no pude soportarlo más y fui a darme mi lugar.

La recepcionista adoptó una actitud enfadada al verme llegar, me miró con cierta altanería, pero sonreí como si fuéramos mejores amigas.

—Espere su…

—Amor —toqué cariñosamente el brazo de Anuar y lo sentí tensarse—. ¿Falta mucho? Estoy tan cansada.

La pobre recepcionista palideció al momento, su rostro una máscara de indignación y sorpresa. ¿Qué espere mi turno? Si no estuviera cansada y de malas, les habría ofrecido hasta mi habitación, pero quiero dormir.

Anuar tardó menos de un segundo en reponerse, esbozó una coqueta sonrisa y tomó mi mano para besar el dorso. Otra vez ese cosquilleo molesto, lo deseché rápidamente.

El anillo asomó cuando Anuar levanto mi mano, al verlo, la recepcionista apartó la mirada y se puso a teclear rápidamente.

Me sentí un poco mal por ella, al fin y al cabo, todo era una farsa, no tenía que sentirse avergonzada cuando no hizo nada malo.

—¡Listo! —su rostro se sonrojó—. La llave de la suite —no pudo mirarnos de frente—. Que su estancia sea placentera.

Anuar tuvo la sensatez de solo agradecer sin añadir un guiño de ojo u otra sonrisa, de cualquier manera, no habría importado, pues la chica hundió el rostro en la agenda.

—Al menos finge que estás feliz.

—Me tuviste media hora esperando en un maldito lobby —repuse dejando ver mi enfado—. Y me duele la cabeza.

—Nadie te obligó a beber de la forma en que lo hiciste.

Y eso fue tranquilo, durante mi tiempo en la universidad tuve alguna que otra experiencia… Mala copa. Obvio él no tiene que enterarse de ello. Y en mi defensa, la situación lo ameritaba, no habría soportado mucho tiempo estando sobria.

Aunque ahora la cruda me hacía pagar.

Para colmo, encontrar la habitación fue una odisea. Recorrimos pasillos y cruzamos un puente transparente que conectaba dos edificios y por debajo asomaba un lago artificial. El lugar era precioso, desde acá arriba se alcanzaban a ver los yates, debían ser enormes si desde acá los veía.

Me pregunté si Anuar tenía alguno. Mi padre sí, así que podía jactarme de ello en caso de que mi irritable marido no tuviera.

La suite era enorme, tenía un aroma frutal que me relajó al instante. Los enormes ventanales daban hacia el mar, la brisa me pegó de lleno en el rostro cuando me asomé por el balcón y reí. Fue una risa real, espontánea, de alegría. Me sentía como la niña que fui, por un segundo me mentí diciendo que voltearía y vería a mis padres abrazados sonriéndome.

Pero solo vi a Anuar con una mueca irritada en el rostro. No pude evitar voltear los ojos.

—Dime que al menos no tenemos que compartir cama —dije en tono sarcástico.

Si él se ponía altanero, yo también podía hacerlo, tenía veintisiete años de experiencia gracias a mi madre experta en berrinches y caprichos.

Anuar se encogió de hombros y entró a la habitación, suspiré, derrotada y lo seguí. Menuda sorpresa me llevé al ver al menos cinco maletas grandes en un lado de la cama. No las reconocía, esas maletas no eran mías. Vi que Anuar se dirigió al otro de la cama, dos maletas negras no tan grandes reposaban en un sillón. Si esas eran las suyas, las mías eran cinco.

Me acerqué a una y tímidamente la abrí.

La ropa en su interior era de primera calidad y de marcas de renombre. De un solo modelo de blusa eran cinco colores.

—¿Quién eligió esto? —pregunté mientras admiraba una bella falda floreada—. Pude haber hecho mis propias maletas.

Con ropa mía, de mi talla, con la que me sintiera cómoda y que me recordara la familiaridad de casa.

—Agradécele a tu padre.

Dudaba mucho que él tuviera algo que ver, papá podría tener buen gusto en relojes, coches y restaurantes, pero en ropa… Debió haber sido Miranda, esa arpía.

Abrí otra maleta un poco más pequeña y tuve que sofocar un grito de sorpresa. El interior estaba repleto de lencería atrevida. Santos cielos, jamás, ni cuando estaba con Daniel, me habría atrevido a usar unas medias rojas con ligueros. Miré de reojo a Anuar quien estaba concentrado en su teléfono. Por un momento medité la idea de enseñárselo solo para ver su reacción, pero la satisfacción de verlo anonadado no valdría la incomodidad que yo pasaría.

El hilo de una tanga era tan delgado, que podría desaparecer en cualquier momento. Esperaba que al menos hubiesen empacado ropa interior normal, no quería verme en la necesidad de lavar mis pantaletas a diario.

Y entonces vi el frasco.

Venía envuelto en una nota, reconocí la perfecta caligrafía de Miranda: “Son anticonceptivas, una diaria”.

Una cláusula del contrato estipulaba que no tendríamos hijos, pero no mencionaba nada de tomar anticonceptivos. Y me negaba rotundamente a tomarlos, era una explosión de hormonas y a la larga causaba daño.




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