Más que una fiesta, se trataba de un coctel, una reunión de poco más de cuarenta personas cuyas prendas de lujo encajaban perfectamente con sus mil máscaras.
El jardín, aún con la decoración, hacía parecer que estaba solitario.
Poco después de la llegada de Andrea y las cocineras, el staff de meseros hizo acto de presencia, un señor mayor estacionó su camión y entre varios bajaron mobiliario que me pareció que sobraba.
Tuve que saludar a todos y cada uno de los invitados, porté mi mejor sonrisa y charlaba con las mujeres como si fuéramos amigas de toda la vida. Lo más extraño era que ellas también fingían que nos llevábamos de maravilla, todo era un teatro montado en el que cada quién ejercía a la perfección el rol que le correspondía.
Después de pedirle al staff de camareros que sirvieran la champaña que Anuar explícitamente me dijo que la quería para él solo, me encerré de nuevo en la cocina para terminar con la última ronda de canapés.
Andrea insistía en que esa era tarea de las cocineras, pues su sueldo no era para que la señora de la casa cumpliera las tareas por ellas, pero me hacía sentir útil y gracias a la mujer mayor, ahora sabía preparar volovanes de surimi y un par de aperitivos más.
Además de que mantenía mi mente alejada del desastre que se llevaba a cabo afuera.
Revisé por milésima vez mi teléfono esperando ver la respuesta de mi padre a mi mensaje. No era ingenua como para pensar que yo era su prioridad, pero, por respeto, esperaba que al menos me dijera que lo consideraría. Pero al igual que los últimos quince años de mi vida, él me ignoraba. Le daría una hora más y entonces le marcaría.
Tomé una charola con ostiones y queso crema y salí de la cocina para ponerla en la mesa de los canapés. Sorprendentemente, aún quedaban varios de la ronda anterior. Al parecer la gente de clase alta no comía.
Cuando estaba con mamá y Alexander, solía ser la que se robaba los snacks de la mesita, lo hacía discretamente, aunque me los acabara, no hacían falta, siempre sobraba. Pero no fuera el alcohol, porque las botellas se las tomaban como si fuera agua natural.
Anuar se daba sus rondas de cuando en cuando, saludaba, daba órdenes y contestaba llamadas.
La herida en mi mano escocía menos, me puse un curita después de lavar con agua y jabón y casi olvidaba que fui tan tonta como para hacerme daño con el arma que supuestamente me iba a defender.
En algún momento salí a la piscina para darme un respiro de tan absorbente trabajo. Prefería estresarme porque la comida no salía a tiempo antes que estresarme por quedarme sin tema de conversación. En el patio, todos parecían esperar algo de mí, tenía que aparentar ser la esposa abnegada y feliz. ¿Qué si donaría a tal campaña de beneficencia? Tenía ganas de responder que yo era la que necesitaba beneficencia.
Estaba con los pies en el agua, cuando lo vi: Era él, el asesino de mamá.
¿Cómo había dado conmigo? Estaba muy lejos de mi país, aún estando en Mónaco, habría sido difícil dar con esta casa.
Un peso cayó sobre mi pecho cuando nuestras miradas se encontraron, su rostro era una máscara de ira, su mirada sin brillo parecía muerta. En ese hombre solo había cabida para la venganza.
Una mano invisible se cerró en torno a mi garganta, mi estómago se encogió conforme el terror se apoderaba de mi cuerpo. Me mutilaría, me haría sufrir mucho antes de matarme. Traté de gritar, pero mi cuerpo no respondía.
El hombre camino hacia mí, fue lo que necesité para ponerme en pie y correr de vuelta a la casa, en lugar de gritos, salieron sollozos y algunas piedritas se clavaron en mis pies, me abrí paso entre los árboles y arbustos, se enredaron en mi pelo, ropa y me rasguñaron los brazos.
Escuché que dijo algo, pero no entendí, fue gracias a eso que al fin pude gritar.
—¡Ayuda! —entré despavorida, a la casa—. Está…
Choqué con un poderoso cuerpo y sentí que mi mundo se derrumbaba. Era todo, me había encontrado, iba a morir. Me removí, golpeé, pateé, pero sus brazos me envolvían y su mano me tapaba la boca.
—¡Basta, ya! —Anuar siseó en mi oído—. ¡Eloísa! Contrólate, con un carajo.
Mis respiraciones agitadas se escuchaban por toda la habitación, por suerte, los invitados estaban en el jardín, bastante lejos como para percatarse de mi situación. Ya no estaba sola, pero eso no significaba que no estuviéramos en peligro.
—Anuar, está aquí —dije soltándome de su agarre y señalando a la piscina—. Me encontró, podría…
Pero no había nadie, el cancel que daba al exterior estaba abierto, pero nadie trataba de meterse, nadie estaba afuera tampoco, fue como si se hubiese evaporado.
—¿Qué?
—Estaba aquí —me asomé, frustrada—. Tuvo que entrar por algún lado, si no fue por la puerta principal… ¿Cómo pudo salir?
Anuar soltó un bufido exasperado y cerró de golpe el cancel.
—¿De qué carajo estás hablando?
—¡Del asesino de mi mamá! —grité desesperada—. Estaba en la alberca, vino hacia mí, pero corrí.
Miré mis brazos rasguñados, mi ropa sucia hecha jirones y me sentí como una desquiciada. Al mirar a Anuar, me sorprendí al ver una mirada curiosa y no burlona.
Apretó los labios como si quisiera responder, pero solo miró alrededor, me tomó de la mano discretamente, como si quisiera que nadie lo viera y me guio hasta un estudio.
—¿Cuál asesino?
Vaya, no esperaba que no estuviera enterado. Nada de lo que me ocurrió estaba escrito en el contrato, pero esperaba que mi padre le hubiese contado los pormenores de mi situación. Aunque, siendo sincera, yo tampoco estaba enterada de la historia de Anuar. «No nos metemos en los asuntos del otro». Esas fueron sus palabras y se las tomó muy a pecho.
Papá era dueño de los grandes medios. Su empresa controlaba la mayor parte de noticieros, periódicos e imprentas, escaló exponencialmente a raíz del divorcio y ahora era un monstruo internacional. Razón por la cual, el caso de mamá y mi juicio no fueron noticia viral.