La esposa que el Ceo abandonó

El calor del yate

Ya sabía, gracias a Andrea, que mi luna de miel sería movida. Tuvieron que hacer unos ajustes debido al contra tiempo del hotel (nadie previó que se quemara), pero al final no logré deshacerme ni de la reunión con la suegra ni de las cenas o desayunos con la alta sociedad.

—Ya vamos diez minutos tarde —Andrea apresuró—. Se va a enojar.

Él ya estaba enojado de todas formas debido a la llegada del guardaespaldas.

Lo supe cuando el día anterior vi un automóvil de primera estacionado en la entrada. Lo primero que supuse fue que Anuar tenía visitas, sin embargo, al escuchar a hurtadillas por detrás de la puerta cerrada de su estudio, supe que mi salvación estaba aquí.

—Vengo por orden de Athos Meneses —dijo una voz grave y desconocida—. No trabajo para usted, mi única responsabilidad es Eloísa Meneses.

Sonaría como una tontería, pero tal era mi necesidad de amor y atención, que no me sorprendería enamorarme del guardaespaldas al que ni siquiera había visto.

—No hay necesidad —gruñó Anuar, pude imaginarle con la mueca en el rostro—. Nadie se atrevería a tocarla.

Mi encuentro con el asesino de mamá no estaba de acuerdo.

—Si tiene alguna discrepancia, con gusto puede exponerle su disgusto por medio de una llamada.

Habría dado mi mejor vestido hecho a la medida con tal de ver el rostro de Anuar, apuesto a que no le gustó ni un poco la contestación del guardaespaldas.

Al escuchar pasos, corrí lo más lejos y fingí estar ocupada analizando las flores del jardín, ahí fue que Oscar se presentó y fue mucho mejor de lo que había imaginado. Era un hombre incluso más alto que Anuar, el cabello oscuro bien recortado le daba un aspecto feroz y su mirada azul penetrante era lo suficientemente amenazadora como para hacerme sentir segura sabiendo que estaba de mi lado.

Recorrió la casa buscando vías de escape, vías de entrada para los intrusos, lugares seguros y lugares de menor riesgo. Era todo un profesional y supe que no tendría que temer de Anuar mientras estuviera aquí.

Así que por eso no me importaba salir un poquito tarde.

—Cálmate —repliqué—. Anuar querrá que me vea bonita, así que tendrá que esperar.

Él mismo confirmó que las apariencias lo eran todo y qué mejor que verme espléndida. ¿Se iba a enojar por mi impuntualidad? Bien, ahora no podía ponerme una mano encima.

—Nos va a matar —lloriqueó mi asistente—. O peor, perderé mi trabajo y mi reputación.

No creía que la muerte fuera mejor que perder un trabajo, pero no era quien para juzgar.

El coche ya me estaba esperando, Anuar me miraba fijamente, a simple vista no parecía realmente enojado, pero con estos días ya sabía que su expresión ecuánime era lo más parecido al odio. Le sonreí dulcemente y le di un beso en la mejilla cuando me abrió la puerta del auto.

—Oh, si para eso está Oscar —señalé al guardaespaldas—, pero es lindo ver que no pierdes tu caballerosidad.

Anuar fue lo suficientemente discreto como para no demostrar que, si pudiera, ya me habría matado.

Andrea nos observó desde la puerta de entrada y nos vio partir, aliviada. Anuar ni siquiera la había mirado.

Al llegar, me sorprendí al ver el enorme yate en el que se llevaría a cabo el desayuno. Era enorme y más grande que el de papá. Anuar me tomó de la mano y con infinita elegancia caminamos hasta llegar a una mesa.

Para mi alivio, no fuimos la última pareja en llegar, pues aún había un par de lugares vacíos cuando tomamos nuestro lugar.

Fui presentada a doctores, abogados, ingenieros y empresarios de primer nivel. Las esposas de esa gente también eran mujeres de las que estar orgullosas, desde la escritora novelista hasta la neurocirujana que parecía una diosa griega en su vestido blanco perlado. Su nombre era Rosa, la esposa de Pablo Mena, un empresario italiano que parecía un duendecillo travieso. A pesar de que la mujer tenía una mirada pesada, su actitud fue bastante reconfortante.

—¿Y a qué te dedicas, querida?

—Soy pedagoga —ya había ensayado esa respuesta, directa y fácil, no tenía que mentir—. Siempre quise trabajar con niños.

—Oh, lindísima —dijo mientras mordía una uva—. Yo sigo en la residencia de neurocirugía, pero cada día falta menos para terminar la especialidad.

—¿Y no tienes que estar encerrada en un hospital o algo?

Rio dulcemente, fue una imagen linda y tranquilizadora.

—Cuando no tengo vacaciones, sí —me obsequió un guiño—. Mi perfecto esposo me trajo para disfrutar.

Pablo estaba platicando a risotadas con Anuar y otro hombre. Al ver a mi marido despreocupado y sonriente me hizo desconocerlo, ese no era el hombre que dormía en la misma casa que yo.

—¿Y Anuar? —me sonrió, cómplice—. ¿Cómo se conocieron?

Eso era algo que nunca me planteé, no se estipuló en el contrato, nunca lo hablamos y menos lo practiqué. Mi papá no me orientó en ese aspecto, ¿qué debía decir?

—Es una historia caótica —traté de sonar lo más natural—. Tal vez te lo cuente en una noche de copas —Para reafirmar mi punto, bebí un trago de la sidra de manzana.

El resto del desayuno platiqué con Rosa sobre experiencias universitarias, anécdotas de hospital y alguna que otra recomendación para disfrutar al máximo la luna de miel. Su repertorio de afrodisíacos lo agradecí, pero no pensaba utilizarlos, al menos no con Anuar.

Al terminar, Rosa se despidió de nosotros cuando Pablo se excusó para ir al sanitario.

—Oh, ella tan linda —le dijo a Anuar—. Con razón te enamoraste perdidamente, si es la gentileza personificada —Anuar interpretó perfectamente su papel de esposo enamorado—. Tienen que ir a cenar a casa, Pablo no podrá negarse.

—Estaremos encantados de aceptar la invitación —Anuar apretó un poco fuerte mi mano—. A Eloísa le encanta socializar.

Asentí en acuerdo, aunque no veía cómo iríamos a cenar trivialmente a Italia.

—Y no te preocupes, querida —Rosa besó mi mejilla—. Ahora que te conozco sé que ese juicio por homicidio no es más que un malentendido, los medios amarillistas siempre buscan derrumbarnos de algún modo.




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