La esposa que el Ceo abandonó

La decadencia

La última noche de mi luna de miel fuimos a la cena de beneficencia de Giovanni Ricci, dueño de una cadena de restaurantes de comida italiana. Tenía unos trillizos preciosos de tal vez ocho años, su esposa era una señora sonriente y de rasgos amables que me ofreció todo tipo de aperitivos y bebidas.

—Me dijeron que eres pedagoga —me sirvió otro trozo de tarta de limón—. Tienes todo el perfil, déjame decirte.

—Oh, ya tiene unos años que terminé la licenciatura —un aleteo de emoción nació en mi interior, al fin me sentía bien por el hecho de tener un título—. ¿Quién le dijo eso?

Hace rato vi a Rosa, pero no pude acercarme porque estaba ocupada platicando con un grupo de como diez personas, pero si la doctora se estaba encargando de decirle a los demás que no era una completa inútil, más tarde le agradecería.

—¡Tu marido! Por supuesto —¿qué?—. Está tan orgulloso de ti —lo señaló, estaba platicando con dos hombres y con Giovanni—. Me ha dicho que siempre quisiste trabajar con niños.

Pero yo jamás se lo dije y mi padre tampoco pudo habérselo dicho porque mi papá no tenía idea de lo que estudié hasta que me gradué, seguramente para ahora ya había olvidado que era licenciada. Ahora que recordaba, el día del desayuno platiqué con Rosa sobre eso, él estaba cerca, tal vez pudo escuchar en ese momento.

Al verlo, no me resultó tan desagradable.

—Justamente están buscando una pedagoga para la escuela de mis niños —continuó la señora—. El salario no es lo mejor, pero el trabajo es muy poco…

¿Trabajo? ¡Me estaba ofreciendo trabajo! Abrí la boca, sorprendida, eso solo pasó una vez cuando Alexander me ofreció un puesto en la empresa, pero mamá me obligó a no tomarlo.

—… La ventaja es que tu marido provee, no tienes que despeinarte ni un poco —se acomodó el cabello—. Somos tan afortunadas por no tener que trabajar.

Oh, solo era un comentario así nada más. Meditándolo con la cabeza fría, la escuela estaba en Italia, tendría que mudarme y aprender a hablar italiano. No creía que mi padre o Anuar lo permitieran.

Más tarde, estaba bañando mi cuarta fresa en la fuente de chocolate, cuando vi a la quinceañera. De la impresión manché el vestido, pero no me importó.

Miré hacia todas partes, nadie me estaba viendo, Óscar estaba afuera porque Anuar no lo dejó pasar, así que no tendría chismosos, era mi oportunidad de oro: Solo tenía que ir, acercarme y… ¿Y qué? ¿Preguntarle si la habían secuestrado? No, no, tenía que dejar pasar eso, fue una alucinación provocada por humo, malinterpreté algo seguramente.

Pero no estaba loca.

Sin pensar mucho en las consecuencias, me acerqué rápidamente a la chica. Esta me miró, sus grandes ojos cafés tenían una pizca de miedo.

—Tranquila, perdón, no quise asustarte —miró a su alrededor, como buscando ayuda—. ¿Cómo estás?

Sonreí amigablemente, eso ayudó a que su desconfianza decreciera y me sonrió de regreso.

—¿Nos conocemos?

—En realidad no, pero te vi sola y pensé que querrías compañía.

Por un momento me miró sin creerme, como si fuera alguna broma, pero entonces rio.

—No, me gusta estar sola —explicó cortante—. No necesito salvadores, gracias.

Y se fue. Era una adolescente y con dinero, obviamente no sería fácil de tratar. Lo que sea que intenté hacer, no lo logré.

De cualquier forma, no la perdí de vista en ningún momento. Sus habilidades para socializar eran mucho mejor que las mías; saludaba, sonreía, mantenía pláticas espontáneas y caminaba de un lado a otro.

Al momento del brindis, la chica se reunió con sus padres cerca de la tarima y prestaron atención a Giovanni quien se aclaraba la garganta mientras tomaba un micrófono.

—Buenas noches, amigos, apreciamos enormemente que hayan venido —algunos aplausos—. Como saben, anualmente hacemos una cena de beneficencia, subastamos viajes, coches, relojes y demás. Todo lo recaudado será donado a tratamientos para personas con cáncer y programas para personas con capacidades diferentes.

Gracias a mi padre, sabía que algunas fundaciones desviaban fondos, ¿ayudaban? Sí, pero siempre los peces gordos se llevaban su tajada.

—Parte de la subasta ha sido financiada por mi gran amigo y excelente persona, Joaquín Báez, muchos de ustedes ya lo conocen —más aplausos y vítores, el padre de la chica alzó la mano, agradeciendo—. Y para seguir disfrutando de la velada, no los hacemos perder más el tiempo, empezamos esta subasta.

A mitad de la subasta, discretamente, Joaquín, su esposa y la chica se apartaron y se alejaron. Los seguí sin que me vieran y con esfuerzo sobrehumano para engañar a Óscar, hasta llegar al estacionamiento. Tardaron un poco en traer su automóvil, pero esperaron pacientes.

Ya creía que no ocurriría nada, pero al momento de arrancar y alejarse por la calle, vi el momento exacto en que un automóvil encendió sus luces y los siguió. Era una camioneta negra y al vislumbrar la placa, un pánico indescriptible me inundó: L3O3.

La misma en la que secuestraron a la chica.

¡Iban a secuestrar a toda una familia! Debía avisar a alguien. Sin saber exactamente qué hacer, volví sobre mis pasos corriendo. A medio camino de llegar, una persona me cerró el camino: Era el asesino de mamá.

No. ¿Cómo pudo encontrarme? No estaba loca, sí estuvo ese día en la piscina y ahora estaba aquí. Me iba a matar.

Respondiendo a mi instinto de supervivencia, corrí lo más rápido que pude para llegar al salón. Escuchaba las pisadas duras del hombre que me perseguía, escuchaba mis jadeos desesperados y las respiraciones entrecortadas de él.

Lágrimas resbalaron por mis mejillas, quería gritar, pero si desperdiciaba fuerzas en eso, tal vez no lograría escapar. Me iba a matar, a descuartizar, a mutilar tal como lo hizo con mamá. No vi las fotografías porque no lo habría soportado, pero solo escuchar lo que le hizo… Era un monstruo.

Sus brazos me alcanzaron, grité, pero su poderosa mano me calló y por más que me removía, él no me soltaba. Pateé, golpeé, grité y sollocé, pero aún estaba lejos y no veía a Óscar por ningún lado.




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