Anuar ni siquiera fue para ayudarme a bajar del auto, fue Óscar quien, con toda la vergüenza pintada en su rostro, me ayudó hasta llegar a la casa.
—Discúlpeme, señorita Meneses, ha sido mi culpa…
—No fue tu culpa —lo interrumpí, cansada—. Anuar tiene razón, no debí escabullirme, debí haber pedido que me acompañaras.
—No estuve lo suficientemente atento como para notar que salió —agachó la mirada—. Presentaré mi renuncia…
—¡No! —si mi padre se enteraba, lo hundiría, además no quería quedarme sin guardaespaldas después del ataque—. Te lo prohíbo. No puedes dejarme sola después de un momento así. Fue culpa mía y no se habla más del tema.
No le di oportunidad de responderme y me metí directo hacia mi habitación. Andrea me recibió, todavía no terminaba de empacar. Al verme, soltó los vestidos y corrió hacia mí.
—¡Madre mía! —ahogó un grito—. Cuando nos enteramos no podíamos creerlo, ¿un asalto? En plena beneficencia, ya no hay respeto dios mío.
¿Asalto? Ya ni debería sorprenderme que papá tergiversara todo a su favor. Andrea lucía genuinamente preocupada, se movía de un lado a otro guardando todo como un perrito enterrando huesos, en menos de cinco minutos las maletas estaban casi listas.
Volteó a verme con una mirada orgullosa, demostrando lo rápida y eficiente que podía ser, pero su expresión cambió radicalmente a asombro y vergüenza. Al voltear, vi a Anuar en el marco de la puerta, tenía algodón y algunos frascos en las manos.
—Necesito unos minutos con mi esposa —declaró firmemente, al ver que Andrea seguía petrificada, añadió:—De preferencia ahora.
Mi asistente soltó una pequeña exclamación, se puso en pie de un brinco y salió dando saltos rápidos.
Algo en Anuar se veía tan… Varonil. Con la camisa arremangada, desfajada, el cabello ligeramente despeinado y esa mirada gris centelleando. Aparté la mirada y le di la espalda, él me llamó loca, no había hecho más que tratarme mal desde que nos conocimos.
—Lo que sea que quieras, no estoy de humor ahora.
El sonido de la puerta al cerrarse me sorprendió, cuando me giré vi que estábamos los dos, mi corazón se aceleró y no en el buen sentido. No iba a hacerme daño, no podía porque Andrea y Óscar estaban y sabrían que si algo me pasaba Anuar habría sido el responsable.
—Esa herida no se curará sola.
Instintivamente miré el espejo, no recordaba tener alguna herida, al ver mi reflejo me sorprendí al ver sangre seca en mi sien, la herida no era grave. Además, pude notar el raspón en mi hombro y ahora que era consciente de mi estado, notaba una punzada en la rodilla.
El vestido estaba sucio, entero, pero se notaba que mi noche no fue muy tranquila, era obvio que estaría herida, pues mi hombro soportó mi peso y la cabeza rebotó contra el piso.
—¿Cómo pude no sentirlas?
—La adrenalina.
Ya había escuchado eso, nunca estuve bajo tanta presión como para decir que la adrenalina anestesió alguna dolencia, para bien o para mal, mi vida fue demasiado fácil. Era una experiencia surreal.
Anuar se acercó, pero lo detuve a medio camino.
—Puedo hacerlo sola —le arrebaté el algodón—. No tienes que molestarte.
—¿Has curado alguna herida antes?
Pues no, pero no creía que fuera tan difícil. Por unos segundos nos miramos, era un juego de poder que estaba destinada a perder, pero aguanté lo más que pude antes de encoger los hombros y aceptar la derrota.
—Siéntate en la cama.
Me desesperaba que todo lo que decía era una imposición, como si fuera de su propiedad y no tuviera libre albedrío.
Dócilmente tomé asiento, de pronto sintiéndome agotada, mis músculos dieron todo de sí en mi lucha por la supervivencia, mi tobillo no se encontraba en las mejores condiciones y la punzada en la cabeza me recordaba que podría tener una contusión.
—Tal vez debería ir al hospital.
—El médico viene en camino —gruñó mientras mojaba el algodón en yodopovidona—. No puede teletransportarse.
Rodé los ojos ante su comentario, pero me guardé mi respuesta mordaz. El algodón tocó mi sien y el escozor recorrió mi frente.
—¡Ay!
—No te muevas, Eloísa —su tono, más que enfadado, fue preocupado—. Lo que menos necesitamos es que se infecte.
—¡Pero me duele!
—Es una herida, lo lógico es que te duela.
El resto de la curación lo pasamos en silencio.
Sentía las lágrimas arremolinarse en mis ojos, todos me trataban mal, lo único que quería era regresar a cuando mamá y yo nos tomábamos margaritas en la piscina y nos pintábamos las uñas. Quería que apareciera y me dijera que todo había sido un error, que tuvo que fingir su muerte para que el tipo malo no la encontrara, pero que volveríamos con Alexander y todo sería como antes.
Podríamos reírnos de los personajes de alguna comedia y criticar las pésimas actuaciones de alguna mala película de terror mientras compartíamos un enorme cuenco de palomitas.
Sin poder evitarlo sollocé.
—Todavía ni te limpiaba —dijo Anuar exasperado hincado frente a mi rodilla.
—¡No estoy llorando por eso! —le arrebaté el algodón y terminé el trabajo—. Ya déjame.
—¿Ahora qué pasó?
Ya no podía más con él. Y es que era tan diferente a Daniel, no era amoroso, no tenía tacto al hablar, ni siquiera cubría reglas básicas de educación.
—¡Pasa que estoy aquí! —me levanté de golpe—. Pasa que mataron a mi madre, que me acusan de algo que no hice y que mis sueños de la infancia de un lindo matrimonio y alguien que me ame se fueron al caño. Tú me odias, mi padre parece no quererme cerca, mi ex se convirtió en mi enemigo y nunca me había sentido tan sola, he llorado tanto, pero justo cuando creo que no podré llorar más, pasa algo y lloro —ahora, más que triste, estaba enojada—. Me malcriaron, sí, tuve una infancia y adolescencia exageradamente fácil, pero no por eso merezco estar metida en esta situación.
No podía mirarlo a los ojos, no podía ver mi reflejo, no podía dejar de abrazarme y las lágrimas seguían cayendo.