La Estación

CAPITULO V: Puerta Herida

El andén no era el mismo.

Parecía conservar sus huesos —los rieles, los bancos, la humedad persistente del aire—, pero algo en su respiración había cambiado. Ya no exhalaba rutina, sino presagio. Las sombras, aunque familiares, se extendían con una voluntad distinta, como si quisieran coser el suelo a lo invisible, arrastrándose hacia un punto que ni siquiera el tiempo podía señalar.

Elías caminó con la cautela de quien atraviesa un recuerdo que podría, en cualquier momento, volverse contra sí mismo. Las rosas negras seguían donde las había dejado, sí, pero ahora sus pétalos se cerraban apenas, como párpados que espían sin mirar. En el banco donde solía leer, su abrigo estaba intacto... pero el libro había desaparecido. No lo tocaba, pero lo sentía, como si sus páginas aún habitaran su costado.

—Esto sigue siendo un sueño? —susurró, más a sí mismo que al mundo.

Una risa suave, trenzada de burla y nostalgia, respondió sin boca ni dirección. Parecía brotar de entre los pliegues del pensamiento, como una gota que cae en el silencio.

—Solo si los sueños dejan cicatrices —dijo una voz de mujer, tan lejana como íntima.

De entre la niebla surgió una figura. No era Belladonna, aunque en su andar había una elegancia cortada con la misma tijera. Su cabello era blanco como el hueso que ha olvidado al cuerpo. Vestía jirones de papel, cada trozo escrito con palabras ilegibles, como si llevara sobre sí los fragmentos de libros que nadie se atrevió a terminar. En una mano sostenía una linterna que, en lugar de iluminar, devoraba la luz con una parsimonia elegante.

—¿Quién eres? —inquirió Elías, y su espalda se tensó como si acabara de pisar una memoria rota.

—Una nota al margen. Una sombra entre líneas. Me llaman Serilda.

—¿Y por qué estás aquí?

—Porque tú abres una puerta. Y las puertas heridas no se cierran. Solo sangrán.

Del otro extremo del andén, entre las columnas, una figura se desplazaba con la paciencia de lo inevitable. Era un hombre joven —o quizás solo lo parecía—, vestido con un abrigo de un rojo tan oscuro que rozaba el luto. Su rostro estaba oculto tras una máscara metálica de cuervo, ya cada paso dejaba una estela de letras flotantes, como si su andar desgajara palabras del olvido.

—Él es Karder. No habla con palabras, pero dice más de lo que debería —explicó Serilda, como si sus labios pronunciaran una advertencia disfrazada de presentación.

Karder se detuvo frente a Elías. De su abrigo extrajo una carta lacrada con una rosa invertida. El símbolo le resultaba tan familiar como un sueño al borde del despertar.

Elías no la tocó. No todavía.

—¿Qué quieren de mí?

—No es cuestión de querer —dijo Serilda con una voz que sabía de tumbas abiertas—. Es cuestión de lo que ya entregaste.

—No recuerdo haber ofrecido nada.

—Ese es el dolor más puro, Elías. Las promesas verdaderas no se hacen con palabras. Se construyen con actos, con silencios… con las cosas que uno no sabe que dijo.

La carta tembló en la mano de Karder. Finalmente, Elías cedió. Rompió el sello. El papel se desdobló solo, como si recordara cómo debía ser leído.

“La flor que niega su reflejo no ha olvidado el agua”.

— ¿Otro acertijo? —murmuró Elías, irritado.

—No es un acertijo —respondió Serilda, con la gravedad de quien anuncia una sentencia—. Es un recuerdo cifrado. Tú y Belladonna no compartieron un momento. Compartieron un eco.

—¿Un eco de qué?

Serilda giró su linterna hacia el suelo. La sombra de Elías se bifurcaba.

—¿Ves? No estás solo, aunque creas ser uno. Algo de ti aún busca ser nombrado. Algo que se quedó atrás… esperando que regresaras.

Entonces, la estación tembló. Un sonido remoto —campanas hundidas bajo el agua— resonó entre los rieles. Karder alzó su brazo y señaló hacia una puerta que no había estado allí antes. Era pequeña, de madera blanca astillada, y latía, literalmente, como si tuviera un corazón atrapado en su marco.

—Esa es la herida. Y tú la abriste. Debes cruzarla.

—¿Qué hay al otro lado?

—Lo que el olvido intentó proteger. Lo que aún no estás listo para ver. Pero que, aun así, te espera.

Elías dio un paso. Luego otro. Frente a la puerta, lo envolvió un aroma tenue: incienso, lluvia… y ceniza.

—¿Y si no regreso?

Serilda sonriendo con ternura cruel.

—Entonces, al menos ya sabrás quién no fuiste.

Karder colocó una mano sobre su hombro. Elías sintió algo. Un destello mental, un eco. Una imagen: él mismo junto a Belladonna, los ojos cerrados, bajo una lluvia negra, las manos unidas con una devoción que parecía anterior al tiempo.

Empujó la puerta.

No entró en la oscuridad. Entra en una biblioteca.

Estanterías infinitas se extendían en todas direcciones, como si la arquitectura hubiera sido dictada por una mente onírica. El suelo, cubierto de ceniza. Sobre una mesa, un libro abierto lo esperado. En la tapa, su nombre: Elías II.

—¿Qué es esto?

Una voz vieja, sin prisa, respondió:

—La historia que no escribiste.

Entre los estantes apareció una figura: un anciano de piel arrugada como papel viejo, sin pupilas en los ojos. Su mera existencia parecía hecha de prólogos olvidados.

—Soy el Mayordomo Principal de esta casa. La mano derecha de mi señora. Custodio de su Colección... y de lo que aún no ha sido contado.

—¿Por qué está mi nombre aquí?

—Porque aún estás a tiempo de recordar lo que jamás terminaste de olvidar. Y eso, muchacho, es un privilegio que ni los muertos suelen tener.

—¿Y Belladonna?

—Mi señora es un capítulo en muchas historias. Pero en la tuya, es una palabra sin traducción. Un vocabulario que ni ella recuerda haber sido.

—¿Puedo leerlo?

—No con los ojos —dijo el Mayordomo—. Con la duda.

Le ofrecí una pluma de hueso. Elías la tomó. Al tocarla, sentí algo tibio, vivo. La colocada sobre la página y, sin saber por qué, escribió:




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.