La Estación

CAPITULO IX: Tras El Umbral: Silencios Que Custodian Un Nombre

El andén volvió a sumirse en una quietud que imitaba a la muerte. La niebla se replegaba como un telón satisfecho tras el acto. El eco de los pasos de Elías ya no habitaba el lugar, pero su ausencia dejaba una forma… como una sombra que se niega a marcharse.

Las flores negras del jardín temblaban apenas, como si la brisa hubiera olvidado a quién acariciar.

Desde una de las columnas cubiertas de hiedra sombría, un hombre se quitaba los guantes con parsimonia. Bajo sus uñas no había tierra, al menos no del todo. Era polvo de siglos, restos de memorias enterradas, sombras acumuladas por el tiempo. Su porte erguido, su compostura impecable, su discreción afilada como una hoja ceremonial: Alfred, mayordomo principal de Belladonna. Jardinero por función, sí… pero por vocación, custodio de secretos que se arrastraban entre dimensiones.

—Ya cruzó la puerta —dijo con voz grave, más para sí que para otro, aunque sabía que no estaba solo.

Como si sus palabras hubieran convocado presencias, una mujer de cabello castaño emergió de la niebla que, al reconocerse, reveló su verdadera identidad: Almiria, la dama principal de Belladonna. El abrigo gris la envolvía como un relicario de hielo. Su rostro, severo, ostentaba arrugas delicadas: líneas que no hablaban de vejez, sino de memoria. Había sido niñera de Belladonna en una infancia que ningún mortal habría soportado presenciar. Alguien tenía que enseñar a una criatura fría cómo temer —y luego, cómo ofrecer— calor. Y a veces, cuando nadie la miraba, ella también recordaba cómo se reía.

—Crees que lo logre esta vez? —preguntó sin rodeos, deteniéndose a unos pasos de Alfred. No lo miré. Como si la pregunta fuese demasiado peligrosa para ir acompañada de contacto visual.

—No lo sé —respondió él, ajustando el broche sin aguja que brillaba en su pecho—. Pero el reloj ya no acepta extensiones.

Un tercer paso interrumpió el momento. Era un sonido más joven, más inquieto. Leonard —el mismo joven que sonreía apenas unos instantes— ya no era el mismo. Su semblante, antes despreocupado, se tornaba severo, casi depredador. Ya no era el muchacho que lanzaba piedras al vacío, sino un cazador nocturno moldeado por secretos y sombras.

Vestía una túnica negra de cuero ajustada con una elegancia casi ritual. Los bordes, cosidos con hilo de oro pálido, apenas destellaban bajo la luz crepuscular, como si no quisieran ser vistos. Una capucha profunda le cubría el rostro, adornada con runas que susurraban lenguas olvidadas a quienes osaran escucharlas. Caía sobre sus facciones como un velo encantado, ocultando tanto como insinuando.

A su espalda colgaba una espada de plata viva, su filo dormía dentro de un relicario de obsidiana tallado con símbolos ceremoniales. No era un arma: era una promesa. Y sin embargo, el verdadero filo estaba en él.

Sus cabellos dorados, en un desorden deliberado, parecían peinados por una tormenta de ceniza. Y sus ojos... esa mezcla imposible de furia contenida y ternura antigua, brillaban como si en su mirada habitaran todos los juramentos pronunciados al borde de la muerte. Juramentos de los que no se regresa.

—No lo logrará —dijo finalmente con una voz más grave de lo que su rostro joven sugerencia—. Ya es la tercera vez que se le permite mirar desde la niebla… y sigue tropezando con las mismas sombras.

—Tu fe es tan firme como tu temperamento —ironizó Almiria, sin perder la compostura—. ¿Olvidas que tú mismo no recordabas ni tu nombre cuando mi señora te encontró?

Leonard bajó la mirada solo un instante. Luego la alzó, afilada.

—No lo recordaba porque nunca lo tuve. Pero él... él se esconde en el olvido como si fuera una capa más segura que esta capucha. Cree que si no sabe quién es, nadie podrá obligarlo a serlo.

Alfred no emitió sonido alguno, pero su ceja derecha se arqueó, apenas.

—Parece que ha aprendido ironía en los jardines de la muerte. Tanto tiempo entre sombras te ha convertido en algo amargo... y sombrío.

—Lo aprendí de ustedes dos —respondió Leonard, sentándose con la elegancia despreocupada de quien fue niño hace poco, pero ha visto cosas que quiebran ancianos—. Aunque tú, Anciano, disimulas mejor.

—Disimular es parte de servir —musitó el mayordomo—. A veces es más noble fingir ignorancia que imponer una verdad que nadie pidió.

—¿A si, entonces tú, Alfred? —replicó Leonard con sorna—. ¿Qué esconderías si despertaras un día y vieras que toda tu vida fue una mentira útil? ¿Seguirías sirviendo té con esa sonrisa educada?

El mayordomo no se inmutó. Solo lo miró, con la calma inmortal de quien ha aprendido a callar.

—No te equivoques. Mi lealtad no nace del engaño, sino del deber. Él tiene que encontrar la puerta… no que le mostremos la llave. De lo contrario, cruzará sin entender a dónde va.

Leonard giró ligeramente la espada en su espalda, como si quisiera recordar que aún sabía blandirla.

—Y si nunca la encuentra? ¿Qué haremos? ¿Esperar otra vida? ¿Otro maldito tren?

Almiria respiró hondo. El aire era pesado, como si cada palabra empujara décadas de silencio.

—Lo protegeremos —dijo con la fuerza de una madre que ha perdido y aún espera—. Como lo hicimos antes. Como lo haremos de nuevo. No importa cuántas veces su alma olvide… mientras nosotros recordamos.

Leonard bajó la mirada al suelo. Su voz fue más suave entonces, como una brasa aún encendida bajo la ceniza:

—Y si nunca lo entiende? ¿Y si nunca vuelve a ser… él?

—Entonces será otro —dijo Alfred, sin dramatismo—. Pero no olvides, Leonard: incluso un nombre distinto puede llevar el mismo eco si lo pronuncia con la memoria justa.

—A veces el alma recuerda desde la piel, no desde la razón —añadió Almiria. Y por un instante, fue solo una mujer mayor con nostalgia en los ojos.

Leonardo no respondió. Camino hasta el banco donde Elías había estado. Se sentó, sin quitarse ni la espada ni la capucha. La brisa le apartó un mechón dorado de la frente.




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