El tiempo no existía. Ni siquiera como una ilusión piadosa. Era apenas un espejismo, una grieta sin nombre que se deshacía en cuanto uno intentaba tocarla. La penumbra del silencio se prolongaba sin fin, como el lamento de un condenado al que ya nadie escucha, y en medio de ese vacío abismal el instante se desplegaba: inmóvil y despiadado, como un verdugo sin rostro que aguarda la señal para alzar la espada.
El viento habló entonces —si es que al viento se le puede conceder una voz— y su aliento gélido se coló por las rendijas del recuerdo. Fue tan intenso, tan impío, que las memorias se encogieron ante él, quebradizas y temerosas de su filo. Cada susurro helado desgarraba las sombras, arrancando jirones de imágenes que parecían pertenecer a otro hombre… o a nadie.
Nombre...
Uno.
Quizá el suyo.
Quizá uno que ya no poseía.
Quizá uno que había sido sellado como castigo, grabado con el fuego de lo innombrable.
Porque quizá —así lo murmuraba la bruma— pronunciarlo traería la desdicha, partiría los cielos, teñiría los mares de rojo carmín, como lágrimas de sangre de un alma rota.
El cuaderno seguía latiendo en su pecho con obstinación, feroz y tímido a la vez, como un corazón ajeno, robado a otro mundo, como un animal cautivo al que temía mirar de frente. Bajo sus manos ardía con un calor extraño, casi insoportable, como si cada página respirara por sí misma, como si ocultaran en su fibra los susurros de todas las huidas y todas las promesas rotas. Su latido se colaba entre sus costillas con la delicadeza de una daga en silencio, reclamando ser escuchado, insinuando lo que todavía no se atrevía a nombrar.
Elías avanzaba con pasos cautelosos, casi rituales, sobre un sendero de cicatrices. La tierra bajo sus pies no era tierra: era piel herida, tensa, bordada de fisuras que se abrían y cerraban lentamente, estremeciéndose con su andar como si lo reconociera… y lo repudiara al mismo tiempo. El camino no conducía a ningún sitio conocido, y, sin embargo, cada grieta lo arrastraba un poco más cerca de lo inevitable. De aquello que lo aguardaba desde antes incluso de su primer olvido.
Del lomo del cuaderno brotaba un hilo rojo, reptando por el suelo con la delicadeza de un nervio expuesto, tenso y palpitante, marcando su destino con la indiferencia cruel de los juramentos antiguos. Se enroscaba a las esquinas, se deslizaba por muros erosionados, serpenteaba sobre las cicatrices del sendero como un río de sangre sin dueño, arrastrándolo con una voluntad que no era la suya..
Las calles que atravesaba, eran memorias dobladas sobre sí mismas, como relojes vencidos por el peso de la culpa. A ambos lados se alzaban fachadas de casas que parecían haber olvidado los nombres de quienes las habitaron, ventanas selladas con polvo de promesas rotas, faroles apagados que parpadeaban débilmente, como ojos sin pupilas. El aire pesaba sobre sus hombros, denso y saturado de humo y flores marchitas. Todo parecía mirarlo con la amarga hostilidad de los espectros: con ese rencor solemne que solo tienen los muertos que recuerdan demasiado... como si cada esquina recordara una historia que nunca debió escribirse.
A cada paso, las grietas del suelo suspiraban. De ellas surgían hilos de niebla que por un instante tomaban forma: sombras humanas, tan efímeras que dolía mirarlas. Se deshacían casi antes de existir, dejando tras de sí solo el eco de su presencia. Niños sin rostro reían y jugaban entre jirones de niebla, risas tan tiernas y distantes que le perforaban el pecho. Más allá, una mujer, esculpida en penumbra, sostenía a un bebé en brazos y lo acunaba entre hilos de luz desgarrada, figuras marchitas que se mecían como almas en pena. Efímeros recuerdos de momentos ya vividos, de una felicidad tan frágil que el mundo mismo se avergonzaba de sostenerla.
Y la visión —esas risas, esa mujer, ese bebé, las figuras de humo— se desvanecía en cuanto Elías posaba sus ojos sobre ellas, como si el universo, avergonzado, le negara la redención de recordarle aquello que le fue arrebatado.
El silencio persistía. Vivo. Expectante. Colmando las grietas con su frío, como un manto tejido de memorias rotas y pérdidas que aguardaban a que él diera el siguiente paso hacia aquello que lo reclamaba.
En la lejanía, la catedral —negra y suspendida, invertida sobre la nada— comenzaba a desvanecerse también, descomponiéndose en espejismos. A su alrededor todo parecía menos real, como si caminara no hacia el final, sino hacia la raíz de algo olvidado. Tal vez su propia alma. O fragmentos de ella que aún se negaban a morir… pero que, de todos modos, vagaban descarriados de la vida.
Detuvo su marcha. Tomó el cuaderno y lo abrió una vez más, buscando respuestas a preguntas que ya no existían, con la resignación de quien sabe que las respuestas no traen consuelo.
Entonces el viento susurró de nuevo, esta vez con más ferocidad que antes.
Las figuras desaparecieron, las risas cesaron.
Los edificios se agrietaron, partiéndose en fragmentos que el aire se llevó como polvo. Todo fue consumido por una presencia, por algo sin nombre, que devolvió el mundo a una oscuridad aún más profunda.
Y esa figura apareció.
Se alzó con una elegancia abismal, con una letalidad que no necesitaba gestos. Su silueta era alta y perfecta, hecha de la misma sombra que lo envolvía todo, y sus ojos —dos pozos vacíos del color de la tinta de páginas olvidadas— lo miraron con la indiferencia de quien ha visto el fin de todas las cosas. Parecía hecha de contratos rotos, de juramentos que habían devastado almas, de recuerdos que no sabían morir.
Elías tragó saliva, el miedo atravesándolo como una daga, impregnado de recuerdos, de sufrimiento eterno, de todas las almas rotas que lo habitaban.
Y aun así, habló. Su voz era débil, pero cada palabra estaba cargada de la dignidad marchita de quienes no tienen nada más que perder.
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Editado: 17.07.2025