La Estación

CAPITULO XIV: Donde Nada Termina

El tren avanzaba con un traqueteo suave pero implacable, como las manecillas de un reloj que se niega a detenerse. Un pulso de hierro y tiempo, inexorable, devorando los rieles con la paciencia cruel de quien siempre llega… y nunca regresa.

Elías permanecía inmóvil, fijo en la puerta del vagón, con la mirada anclada en la niebla que se deslizaba al otro lado del cristal. Esperaba —contra toda lógica— que en algún momento el tren se detuviera, que ella apareciera en el siguiente andén, quieta, esperándolo con esa calma suya que helaba y consolaba a la vez.

Pero eso no ocurrió.

El tren seguía avanzando, impasible, negándose a frenar, negándose a volver atrás. Las luces de las estaciones se sucedían, espectrales y fugaces, como fantasmas que apenas rozaban su conciencia antes de disolverse en la oscuridad. Nada se detenía. Nada lo aguardaba.

Elías soltó un suspiro cansado, largo y quebrado, y apoyó la frente contra la puerta helada, sintiendo cómo el vidrio devolvía su aliento en forma de niebla. Cerró los ojos por un instante, dejando que el ritmo del tren le atravesara los huesos, hasta que algo —una punzada en la espalda, quizá sólo una intuición— lo obligó a girar.

Y entonces lo notó.

El vagón en el que estaba… estaba vacío.

Un vacío demasiado perfecto, demasiado callado, como si nadie hubiera pasado nunca por allí. Los asientos, alineados con una disciplina casi ceremonial, parecían mirarlo con una quietud hostil, y el silencio que lo rodeaba era tan espeso que podía oír su propia respiración, y más allá de ella… nada.

Ni pasos.
Ni voces.
Ni siquiera el leve rumor de otros pasajeros respirando.

Solo él...

Él y el traqueteo incansable del tren, avanzando hacia un destino que no recordaba haber elegido.

Elías recorrió los vagones uno a uno, sin encontrar alivio ni respuestas. Cada puerta que abría parecía llevarlo más lejos de sí mismo.
Hasta que llegó a aquel vagón.

Las puertas se abrieron con un quejido prolongado y metálico.
El silencio del interior era distinto al de los otros: denso, pesado, cargado de algo que no podía nombrar.
El vagón estaba bañado en una penumbra color ceniza.
Y allí, colgando del techo, estaban las máscaras.

Decenas. Quizá cientos.
Suspendidas por hilos invisibles, oscilaban suavemente como si respiraran al compás del tren.
Cada máscara tenía un rostro distinto. Algunas parecían humanas, con gestos serenos o amables; otras eran grotescas, retorcidas en muecas de dolor, ira, burla.
Otras no tenían ojos. Otras tenían demasiados.
Y todas lo miraban.

Cuando Elías dio un paso dentro, el vagón entero pareció exhalar un suspiro helado.
Las máscaras se balancearon con mayor intensidad, y en el silencio comenzó a escucharse un murmullo.
No era una sola voz, sino muchas: un coro susurrante, imposible de entender al principio, como si las máscaras discutieran entre ellas por quién se quedaría con él.

No lo hagas —dijo una, con un tono maternal y triste, desde la máscara de una mujer con lágrimas esculpidas en mejillas de porcelana.
Por fin —rió otra, la de un niño con una sonrisa rota y ojos vacíos.
Ella te espera —jadeó una tercera, con la boca tan abierta que parecía un grito congelado.
Ella no te perdonará —gruñó la última, de un hombre de rasgos familiares, demasiado familiares, que le devolvió la mirada con un odio que le heló la sangre.

Elías retrocedió un paso, pero algo en el vagón lo obligó a quedarse.
Las máscaras giraban, lo seguían, lo invitaban, lo condenaban.
Cada una, al mirarla, despertaba un recuerdo que no era suyo, pero que ardía en su mente como si lo fuera.

La de la mujer llorosa le hizo recordar un pasillo con olor a jazmín marchito y cartas quemadas en el suelo.
La del niño sonriente lo llevó a un patio vacío, con juegos oxidados y la risa de alguien a quien había prometido volver.
La del hombre furioso le devolvió la imagen de un altar destrozado y un cuaderno cerrado con sangre.

Las voces no cesaban.
—Toma la mía.
—Toma la mía.
—Toma la mía.
—Tu nombre está aquí.
—Aquí.
—Aquí.
—Elige.
—Elige.
—Elige.

Elías extendió la mano hacia una máscara al azar —la de la mujer que lloraba—, pero cuando sus dedos la rozaron, sintió un latigazo de frío.
Un torrente de imágenes lo atravesó: era ella con las manos ensangrentadas, una casa en ruinas y llamas que se hundía en la tierra, un juramento que se quebraba entre sollozos.
Cayó de rodillas, jadeando.

Las máscaras rieron.
O lloraron.
Era imposible saberlo.

Entonces una de ellas —la que no había hablado aún, la única completamente en blanco, sin rasgos— descendió más cerca de él.
Osciló frente a su rostro, y aunque no tenía boca, susurró:
—Yo soy tuyo.
—Yo soy todos.
—Y ninguno.

Elías, con un temblor en la mano, tomó esa máscara.
Era fría. Pesada.
Se la llevó lentamente al rostro.

Al momento en que la colocó, el vagón desapareció.
Las máscaras estallaron en polvo y risas y gritos.
Y de pronto estaba en otra parte.

Un salón de espejos infinitos.
Su reflejo multiplicado en todas las direcciones, pero en ninguno era él mismo.
Un niño.
Un anciano.
Un asesino.
Un mendigo.
Un enamorado.
Un traidor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.