La "melodía" de Anya no llegó como una explosión, sino como un murmullo, una corriente subterránea que se filtraba en las grietas de la psique humana. Seis meses después de su contención, su influencia no se manifestaba con disonancia, sino con la sutil, casi imperceptible, amplificación de los deseos más íntimos, las obsesiones latentes.
En la Patagonia, Harry comenzó a sentirlo. Al principio, era solo una intensificación de sus propios pensamientos. Sus recuerdos de Lydia, que había logrado reprimir con disciplina militar, ahora se colaban con una persistencia perturbadora. La imagen de ella, sonriendo en el Jardín de las Maravillas, o la sensación de su mano rozando la suya en un momento de peligro, se volvieron más vívidas, más frecuentes. Se encontraba divagando, con la mirada perdida, construyendo escenarios hipotéticos de lo que podría haber sido. Era una obsesión que lo carcomía desde dentro, disfrazada de anhelo.
Elena, con la sensibilidad agudizada por su propia herida, lo notó. Observaba a Harry con una mezcla de preocupación y dolor. Su distanciamiento no era solo físico; su mente parecía vagar por un lugar donde ella no podía alcanzarlo. La lealtad de Elena a Harry era fuerte, pero esta vieja obsesión que lo poseía era una amenaza que no podía combatir con palabras o afecto.
En el Jardín de las Maravillas, Theo y Mika se dieron cuenta de que la flor negra estaba reaccionando. Su luz, que se había estabilizado en un brillo dorado después de la derrota de Anya, ahora pulsaba con una frecuencia nueva y engañosa. No era el púrpura de la discordia, sino un matiz de un azul hipnótico, casi seductor.
—Es una resonancia de deseo —dijo Theo, sus ojos cerrados, concentrado—. Está amplificando las pasiones.
Las obsesiones ocultas.
Mika asintió, su rostro serio.
—Anya no busca el caos; busca el control a través del deseo. Ella está sembrando semillas de obsesión en las mentes más susceptibles, aprovechando sus debilidades.
Lo notaron en las noticias, en los foros de internet, en los pequeños gestos de la gente. Las viejas pasiones se reavivaban con una intensidad desmedida. La ambición se volvía desmedida, el romance, una posesión. Era una epidemia emocional, tejida por los hilos invisibles de la flor negra.
En el penthouse de Tokio, Lydia se encontró trabajando con una intensidad aún mayor de lo habitual. Su concentración en la ciencia se volvió casi compulsiva. La búsqueda de nuevas propiedades de la flor, el perfeccionamiento de sus capacidades de ADN reparador, se convirtió en su única razón de ser. Mauro la observaba con satisfacción, interpretando su dedicación como una confirmación de su lealtad inquebrantable a los Petrovich. Pero Lydia sentía una urgencia, una compulsión, que iba más allá de la mera ambición científica. Era una obsesión por el conocimiento, por el control de la flor, que la consumía.
Mauro, por su parte, experimentó una amplificación de su propio deseo de poder. Su control sobre el imperio Petrovich, ya absoluto, se sentía insuficiente. La flor negra, sus propiedades curativas, sus capacidades de procesamiento de datos… todo eso se convirtió en un medio para un fin aún mayor. Su ambición se volvió insaciable, una sed que ninguna victoria podía saciar. Comenzó a presionar a Lydia de maneras más agresivas, exigiendo resultados más rápidos, visualizando un dominio global sin precedentes.
Desde su celda de estasis, Anya observaba. No con ojos físicos, sino a través de la conciencia colectiva de la flor. Cada latido de obsesión, cada anhelo amplificado, era una confirmación de su nueva estrategia. La lealtad, ella lo sabía, era una construcción frágil.
Y la obsesión, el deseo incontrolable, era la cuña que la rompería. Harry anhelaba a Lydia, Lydia anhelaba el conocimiento, Mauro anhelaba el poder. Y Anya anhelaba el control total.
La seducción silenciosa había comenzado, y el mundo, inconsciente, bailaba al compás de la nueva melodía de Anya.