La ética del escritor

Prólogo

—¿El Inicio? —Preguntó incrédulo.

Asentí fervientemente.

—Sí, ya sabes, la primera impresión.

—¿Y por qué debería importarme eso si después se dan cuenta de lo talentoso que soy? —Dijo con cierta altanería y sonrió triunfante.

Rodeé los ojos.

—¿Acaso te acuestas con las antisociales que se sientan al fondo? ¿O con la señorita Respuestas?

—No —me miró confuso y con el ceño fruncido.

Despegué mi vista de él un segundo y miré a mi alrededor, todavía no había muros en la costa. Seguí haciendo lo que hacía hasta entonces: impulsarme con los pies para balancearme y moverme en círculos lentos. 

—Bien pues ahí lo tienes —mi atención regresó a sus iris—, las buenas impresiones deben ser grandes —hice hincapié en la última palabra.

—Creo, —habló desviando la mirada— que ya sé a qué te refieres.

—¿En serio? —Las comisuras de mis labios se elevaron, ya me sentía victoriosa.

—No —entonces me dedicó una expresión burlona.

Bufé, su actitud de "soy un caso perdido" no me ayudaba.

—Sólo imagínate esto —nos señalé—; según la manera en que lo narres, será la manera en que el lector lo interpretará. De ti depende qué tan inocente o pervertida puede ser la mente de tus lectores.

—No, sigo sin entender. —Una mueca cruza sus facciones antes de continuar—. Además, ¿Cómo podría tener esto —nos señala— doble sentido? ¡Sólo estamos hablando! No es nada del otro mundo.

Sonreí ante su ingenuidad.

Si supiera que ya me he creado toda una historia mientras hablábamos, quizá la frase de "los escritores son dioses" habría cobrado un poco de sentido para él.

—Tienes mucho que aprender —espeté mirándolo de lado.

Una sonrisa dividió su rostro y sus ojos se achicaron, vi cómo se iba acercando más a mí.

—Enséñame —pidió a unos centímetros de mi rostro.

Sonreí triunfante.




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