Cuando Billy terminó de limpiar el lomo polvoriento y grasoso del libro que le había causado curiosidad leer desde hace ya varios días, sonrió satisfecho. Ante él asomo entonces el título escrito en enormes letras cursivas y doradas bajo un fondo escarlata que tenía impreso en las esquinas las imágenes de varios cuervos con las alas extendidas. Se llamaba, irónicamente: «La Fábula del rojo cuervo sin alas» de un tal J.J. Rom.
—No tienes abasto muchacho —escuchó mascullar a Rosemary desde la cálida recepción de la biblioteca, quien leía el periódico del día con la ayuda de sus simpáticos lentes de armazón con diseño futurista.
—Lo sé —contestó Billy, ahora dudando de extraer el libro. Estaba tan apretujado entre el resto de textos, que parecía inevitablemente pegado a las portadas adyacentes. Si ese se movía un mínimo, los demás lo hacían también. Señal inequívoca de que nadie había tocado dichos textos en eones. Era lógico, considerando que en la actualidad todo el contenido se había trasladado, por comodidad, a lo digital.
—Creí que nunca te interesarías por esa sección.
Cabía la aclaración. Billy tenía la costumbre de leer casi cualquier texto que le cayera en las manos. Pero por alguna extraña razón, odiaba la fantasía. La fantasía pura y dura. De esa que se empeña en describir mundos mágicos, personajes sobrenaturales o tramas surrealistas que son el ineludible producto de la sutil imaginación humana. Irónicamente, la mayoría de autores añadían alguna capa de fantasía a sus historias, cosa que a Billy le ponía inquieto cuando ésta le parecía exagerada. Se le hacía extraño pensar en que adoraba leer algún cuento random de una recopilación de Edgar Allan Poe y odiar Harry Potter al mismo tiempo.
Para gustos y colores…
—Hoy decidí darles una oportunidad.
—Temo que no es una justificación válida cuando lo haces por la fuerza.
—Forzado o no, es lo que hay, Rose. Dios y su merced pueden dar fe de que he leído todos y cada uno de los textos depositados en estos estantes. Muchos de ellos, por no decir el noventa por ciento, me han parecido un verdadero zurullo. Y no los volvería a tocar, aunque ello supusiese perder la vida. Pero, ¿valdría la pena leer por segunda vez los que me parecieron verdaderas obras de arte? No estoy seguro.
—Toda esa parafernalia para decir que lo que haces es porque no te queda más remedio.
—Eres muy perspicaz, Rose. ¿Lo sabías? Por eso me encantas.
—Lástima que sea felizmente casada y ame a mi esposo y a mis hijos. O que no cuente menos años. De lo contrario…
Rose y Billy sonríen al unísono, haciendo alarde de su complicidad. El chico prácticamente había crecido bajo la protección del Instituto Ravenbeak y Rose era la bibliotecaria oficial desde hace casi ya treinta años. Billy supo encontrar en los libros el escape de la cruda realidad, visitando la biblioteca desde el día en que aterrizó y Rose no tuvo motivos para negarle una de las pocas adicciones que se podían considerar productivas. Ambos hicieron buena miga enseguida y con el paso del tiempo consolidaron una relación como de familia. Billy de vez en cuando bromeaba llamando mami a Rose y ella lo trataba como un hijo. Ambos eran conscientes de que cuando llegara el día de separarse…
—Vaya que has crecido, muchacho —soltó Rose con un suspiro nostálgico—. Pensar que cuando llegaste, hace doce años, no eras más que un crío desastroso y malcriado que tenía pinta de convertirse en un personaje anárquico…
—Y ahora me tienes aquí, leyendo un estúpido libro que seguramente no tiene nada que ver con cuervos. Gran desarrollo de personaje. Debes estar muy orgullosa.
—Las personas se adaptan, Billy. Moldean su comportamiento conforme sus gustos y preferencias. Desarrollan espíritu crítico. El que tú hayas conseguido dedicar tiempo y esfuerzo a una actividad que en nuestros tiempos se considera trivial, dice mucho de en quien te has convertido. En un mundo dominado por el hedonismo, que existan jóvenes libres de las cadenas de los vicios es, lamento decirlo, la excepción. En lo que a mí respecta, estoy muy orgullosa de ti.
—Gracias, Rose, agradezco tu sinceridad.
El chico se atrevió por primera vez, en años, a apretar la mano de la mujer, en un claro gesto de cariño y gratitud. Rose, por su parte, se limitó a sonreír.
—Te voy a echar de menos cuando me marche de esta pocilga.
—Espero que de vez en cuando te acuerdes de esta humilde servidora.
—Siempre ocuparás un lugar especial en mi mente y corazón, Rose. En lo que a mí respecta, serás inolvidable.
Se hizo el silencio más cómodo que Billy haya sentido. No intercambiaron ni una sola palabra, pero se dijeron todo telepáticamente. Ambos podían sentir la energía fluir y vibrar por sus espinas dorsales. Era innegable la conexión que habían establecido. Un vínculo que no tenía nada que ver con lo romántico o la atracción sexual. Aunque no eran familia de sangre, lo eran en lo espiritual.
—La verdad es que no seré que haré allá afuera sin ti, Rose. Sin los libros.
—Vivir, querido —apuntó Rose acariciando con la mano libre la mejilla de su hijo adoptivo—. Tienes mucho por conocer y descubrir. Viaja, sueña, ríe, canta. Ama y déjate amar. Llora y grita de ira. Simplemente sé un humano.
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Editado: 01.01.2025