Diario de la Fabricante
Día 350 – Año 999
Estuve a dos kilómetros del Instituto Ravenbeak y aun así pude distinguir claramente el titilar de una luz proveniente de una de sus habitaciones. Alguien, por algún motivo que todavía desconozco (y que pronto descubriré), ha recurrido al ritual para llamarme. Eso ha interrumpido la pequeña sesión de meditación en la que estaba concentrada, pero valía la pena acudir. Ya han transcurrido doce días desde la última vez que solicitaron mis servicios y tengo que reconocer que me he puesto algo nerviosa esperando este nuevo trabajo. No por algo el Instituto Ravenbeak era uno de mis lugares favoritos.
—¡Cronos! —exclamé fuertemente para llamar la atención de mi mascota guardián, un precioso lobo de Alaska gris que adopté la última vez que visité esa parte del mundo, hace solo unas pocas semanas.
El animal estiró las orejas y levantó la cabeza apenas pronuncié su nombre y se acercó a mí dando zancadas rápidas, intuyendo que estaba apresurada. Yo le acaricié la cabeza cariñosamente cuando se posó en mi regazo y le compartí un pedazo de galleta de chispas de chocolate que tenía escondido en el chándal.
—¡Buen chico! —dije tomándolo del hocico y meneándoselo—. Hoy tendrás la oportunidad de acompañarme. Quiero que te portes bien, ¿comprendes?
El animal empezó a aullar suavemente en señal de aprobación.
Dos segundos después, él y yo nos encontrábamos delante del enorme portón de metal que separaba al instituto del mundo exterior. Eran cerca de las dos de la madrugada, así que no había ni un alma en pena recorriendo el perímetro.
Francamente, para un mortal cualquiera, visitar el Ravenbeak a estas horas debía ser un verdadero desafío. Bajo la luz tenue de los faros, la espesa neblina y los enormes árboles plantados alrededor, parecía un palacio embrujado.
—¿Dónde estás, Fabricante de sueños? ¿Acaso no me escuchas? ¿Es que no hice algo bien en el ritual? Ven, por favor…
Atravesamos las paredes hasta llegar al interior del edificio de residencias y apenas quise dar un paso en la escalera para subir a la segunda planta, ¡saz!, que se me cruza un niño en estado somnoliento. Caminaba a paso lento con los ojos entrecerrados y la baba cayéndole por la comisura inferior de los labios. No tuve idea de cómo hizo para bajar una docena de escaleras sin tropezarse, pero le adjudiqué el superpoder a la bata de dormir de Spiderman que llevaba puesto. Observé como el niño se dirigió a la puerta de la cocina y se metió allí, seguramente buscando un vaso de agua o leche tibia.
Busqué la habitación de la cual procedía la luz dorada y dentro encontré a una pequeña y hermosa niña llorando recostada en medio de la alfombra, en posición fetal. Había humedecido la parte de la tela a la altura de sus ojos y los mocos acumulados en su nariz no le dejaban sollozar correctamente. Chasqueé los dedos suavemente para captar su atención de manera delicada y, apenas me reconoció, los enormes ojos azules color océano se abrieron como dos platos.
—Hola, preciosa —murmuré esbozando en mis labios una enorme y natural sonrisa que casi iluminó la habitación por completo.
—Eres… eres… TÚ —respondió secándose las lágrimas y la nariz con una de las mangas de su suéter. Asqueroso.
—Sí, soy yo —repliqué conteniéndome las infinitas ganas de enseñarle a usar un pañuelo—. Vine porque me has llamado. ¿Fuiste tú, no es así?
La niña asintió ahora muy animada y sonriente. Atrás quedaron el llanto y la desesperación. Sus ojos me transmitieron una ráfaga de esperanza y calidez. ¡Era perfecta!
—Sabes cómo va esto, ¿cierto?
—Tú me cumples un deseo, cualquiera que yo te pida, y a cambio te doy mi alma. Sencillo.
Lo dijo con tanta tranquilidad y frialdad que estuve a punto de arrepentirme.
—¿Estás segura de esto? Una vez firmes el contrato… No. Hay. Vuelta. Atrás.
—Sí lo sé. Por algo te llame, ¿no crees? —añadió en tono burlesco.
Llevaba años sin lidiar con una niña arrogante. Me gustaba.
—Entonces supongo que conoces el protocolo también.
—Haces aparecer de la nada un pergamino dorado donde está escrito quien sabe que barbaridad, luego pides al solicitante que extienda su dedo índice y en un abrir y cerrar de ojos le picas el dedo para conseguir una gota de sangre que sellará el pacto. Acto seguido sonríes, malévola, desapareces y yo he cumplido mi deseo. Bueno, tengo que dormir y despertarme para que surta efecto.
La mocosa engreída acertó en un ochenta por ciento. Nada mal para alguien que desconoce el oficio. Sin embargo, ha olvidado ciertos «detallitos».
—¡Excelente! —contesté para no derrumbar aquel frágil castillo construido a base de ego desmedido—. Me alegra que te hayan contado muy bien la leyenda.
—Nadie me ha contado nada, señora. Todo está en internet.
Malditos dispositivos electrónicos. Les han quemado el cerebro a los críos de esta generación. No por algo los niños de hoy ya no tienen sueños. Ya no creen en fantasmas, cucos o seres sobrenaturales que vendrán a tocarte los pies sino eres obediente. ¡No le temen ni al mismísimo rey de los males y el infierno!
Por primera vez en siglos de verdad tenía miedo de quedar en el olvido. Para muestra, la intriga que me invadió los últimos doce días. Ha sido el periodo de sequía de deseos más largo que he tenido desde que me incorporé.
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Editado: 01.01.2025