El eco de los gritos furiosos se desvaneció con la distancia, pero en la mente de Aileen persistía el eco helado de su voz, la sensación opresiva de sus manos y la humillante invasión de su cuerpo. Cada crujido de una rama, cada sombra danzante bajo la luz de la luna menguante, la hacía estremecer, reviviendo el terror de la cabaña
Los días se fundieron en una borrosa sucesión de fatiga y miedo. El bosque, que una vez había sido un lugar familiar en los márgenes de su clan, ahora se había convertido en un laberinto hostil. El hambre mordía su estómago con saña, la sed le reseñaba la garganta y el frío de las noches sin refugio calaba hasta sus huesos. No tenía rumbo fijo, solo la necesidad imperante de alejarse lo más posible del clan McGregor. Las indicaciones vagas del Laird sobre Eilean Donan eran solo un susurro lejano en su mente confusa y exhausta. No sabía cuánto camino había recorrido ni cuánto le faltaba.
La soledad era un peso aplastante. A veces hablaba en voz baja con los árboles, repitiendo el nombre de Alana como una plegaria silenciosa, aferrándose al recuerdo de su amistad como un escudo contra la desesperación. La daga en su mano era su única compañía tangible, un símbolo frágil de su determinación de sobrevivir.
Al cabo de varios días de penosa caminata, sus sentidos, agudizados por la necesidad, captaron voces lejanas. Se movió con cautela entre los árboles, espiando a través del follaje. Un grupo de hombres armados avanzaba por un claro cercano. Entre ellos, atada con cuerdas, caminaba una joven de su misma edad, con la cabeza gacha y el rostro marcado por la tristeza y la resignación.
Un instinto poderoso, una punzada de empatía ante el sufrimiento ajeno, impulsó a Aileen a seguirlos. Quizás esta joven sabía algo; quizás juntas podrían encontrar un camino. Fue un error impulsivo, nacido de la soledad y la desesperación.
Mientras se movía sigilosamente entre los árboles, intentando mantener la distancia, una mano fuerte y repentina la agarró por el brazo, tirándola hacia atrás con brusquedad. Un soldado corpulento, con el rostro curtido y una mirada fría, la había descubierto.
—¿Qué haces espiándonos, muchacha? —Su voz era áspera y amenazante.
Antes de que Aileen pudiera responder, otro guerrero se acercó, examinándola con desconfianza. En un instante, su breve momento de esperanza se convirtió en una nueva pesadilla. Estaba atrapada, unida ahora al destino incierto de la joven atada.
El agarre del guerrero en su brazo era firme e implacable, sus dedos hundiéndose en su piel magullada. Aileen intentó zafarse, pero su fuerza, ya mermada por días de huida y privaciones, era insignificante comparada con la de su captor. El miedo la atenazó, un escalofrío helado que recorrió su cuerpo exhausto.
—Suéltame —consiguió articular, su voz apenas un susurro tembloroso.
El soldado soltó una carcajada áspera, tirando de ella sin miramientos hacia el grupo. La joven atada levantó la cabeza al sentir la nueva presencia. Sus ojos, enmarcados por la suciedad y el cansancio, se encontraron con los de Aileen, transmitiendo una mezcla de sorpresa y resignación.
—¿Otra más que se ha perdido en el bosque? —bromeó otro guerrero, examinando a Aileen con una mirada lasciva que le revolvió el estómago.
La vergüenza y la furia se encendieron en su interior ante esa mirada, recordándole con dolor el reciente ataque. Bajó la vista, intentando ocultar su turbación.
El primer guerrero empujó a Aileen hacia la joven atada. —Asegúrate de que no intente nada estúpido. —Luego se dirigió al resto del grupo. Tenemos que seguir moviéndonos antes de que oscurezca por completo.
Aileen tropezó, cayendo junto a la otra joven. Sus miradas se cruzaron de nuevo, y esta vez Aileen percibió una chispa de curiosidad en los ojos ajenos.
El viaje continuó a un ritmo implacable. Aileen, ahora atada también, caminaba con dificultad, sintiendo el roce áspero de la cuerda en sus muñecas ya doloridas. El silencio entre las dos prisioneras era pesado, cargado de incertidumbre y miedo compartido.
Finalmente, al caer la noche, el grupo se detuvo en un pequeño claro para acampar. Los guerreros encendieron una fogata, cuyo resplandor rojizo iluminó sus rostros cansados y las figuras abatidas de las dos jóvenes. Les ofrecieron un trozo de pan duro y un poco de agua turbia, que Aileen aceptó con gratitud, sintiendo cómo la escasa comida apenas mitigaba el vacío en su estómago.
Cuando los guerreros se dispusieron a descansar, vigilándolas por turnos, Aileen se atrevió a romper el silencio.
—Soy Aileen —susurró a la otra joven, con la voz ronca.
La joven la miró con cautela antes de responder. Johanna.
Un breve silencio volvió a caer entre ellas, roto solo por el crepitar del fuego y los ronquidos de los guerreros. Aileen sintió la necesidad de saber más, de encontrar algún consuelo en la compañía de otra persona en su misma desventura.
—¿Por qué... por qué te tienen atada? —preguntó con suavidad.
Johanna suspiró, con la mirada perdida en las llamas. Fui... tomada. Laird Cameron quiere casarse conmigo. Mi hermano no lo aprueba. Estos hombres... me secuestraron. Soy del clan Mackenzie.
La historia de Johanna resonó en el corazón de Aileen, recordándole la insistencia posesiva del hijo del Laird McGregor. La idea de ser forzada a un matrimonio no deseado la llenó de una furia impotente.
—Yo... yo también huía de alguien que quería obligarme —confesó Aileen, sintiendo la necesidad de compartir su propia pesadilla. Era el hijo del laird de mi clan. Cuando me negué a casarme con él, intentó... abusar de mí. Tuve que escapar para salvarme. Era del clan McGregor. Mi laird me dijo que me refugiara en tu clan.
—En mi clan, ¿tu Laird te aconsejó que mi hermano te iba a dar protección? —preguntó Johanna.
Aileen asintió; luego las dos compartieron un largo silencio, unidas por el hilo invisible del sufrimiento y la pérdida. Johanna reveló entonces un secreto que guardaba en su corazón como una llama de esperanza en la oscuridad.