Dentro del carruaje, el mundo era frío y estático. No hablaba desde hacía horas. Frente a ella, una pequeña caja de madera descansaba sobre sus rodillas, sin abrirse aún. Contenía cartas sin responder, nombres sin rostro, decisiones aún no tomadas. La caja era un símbolo de lo que había dejado atrás. Y lo que debía decidir si quería volver a ser.
La rueda del carruaje tropezó con una piedra, sacudiendo el cuerpo de Lyanna hacia un costado. Ni siquiera parpadeó. El silencio era su escudo, y la corona que descansaba sobre el cojín junto a ella era su espada.
Al fin, tras el crujir de los frenos y los gritos apagados de los guardias, el carruaje se detuvo frente a las puertas de la Fortaleza Blanca. Era tal y como la recordaba: vasta, imponente, hecha de piedra pálida como la luna, con torres que se alzaban cual lanzas desafiantes. Pero lo que más golpeó su memoria fue el silencio. Un silencio antiguo, como de tumba, que sólo los que han perdido un reino podrían reconocer.
—Su Majestad —anunció una voz decrépita al otro lado de la puerta. Era Sir Cedric, aún vivo, aunque los años lo hubieran encorvado—. Elowen la recibe.
Ella no respondió. Descendió del carruaje con la gracia aprendida en años de exilio, la capa roja arrastrándose tras de sí como sangre sobre mármol. El pueblo se inclinó. Algunos apenas inclinaron el mentón. Otros murmuraron plegarias. Uno que otro niño extendió la mano, esperando una caricia que no llegó. Ella no podía permitirse ternura aún.
Entonces lo vio.
Caelum.
Su primo. Su regente. Su sombra.
Alto, bien vestido, con la sonrisa de un traidor envuelta en cortesía. Había crecido. Ya no era el muchacho temeroso que lloró junto a ella en el funeral del rey. Ahora era hombre de poder, con voz en el Consejo, con ejército bajo su mando… y con ambiciones demasiado grandes para caber en una sola corona.
—Prima —dijo, con voz melosa y calculada—. Qué honor es teneros de nuevo entre nosotros.
Ella no contestó de inmediato. Caminó hasta él, paso firme, mirada inquebrantable, y al llegar a escasos pasos, inclinó levemente la cabeza.
—Gracias por cuidar lo que es mío, Caelum —respondió por fin, con voz suave como terciopelo... y tan afilada como el acero.
El silencio que siguió fue más elocuente que cien discursos. Las bocas se cerraron. Los corazones se apretaron. El juego había comenzado.
Aquella noche, el castillo fue adornado como si en él se celebrara una boda, aunque el ambiente tuviese la pesadez de un velorio. Candelabros colgaban de los techos, las mesas estaban cubiertas de manjares costosos y copas de cristal. Pero nada en la atmósfera evocaba alegría. Solo deber. Solo miedo.
Lyanna no se permitió ni un suspiro. Sentada en el trono que había pertenecido a su padre, miraba a la nobleza reunida como quien observa una galería de cuadros antiguos: rostros hermosos, sí, pero vacíos de vida, marcados por la hipocresía.
—¿Complacida con su regreso, mi reina? —preguntó un cortesano, acercándose con una sonrisa forzada.
—Los funerales también tienen buena decoración —replicó ella, sin desviar la mirada del salón—. Pero eso no los hace menos tristes.
El hombre se retiró con un carraspeó incómodo. A su lado, el duque de Arken murmuró:
—Dicen que viene con hambre de justicia.
—No —replicó la condesa de Lys, con un susurro tembloroso—. Viene con hambre de memoria. Y eso… eso es peor.
Cuando la última copa fue vaciada y la música cesó, Lyanna se retiró sin escolta. Subió a la torre donde solía jugar de niña, esa con vistas al río y al bosque de espinos. Allí, tras una tabla suelta en el suelo, halló lo que tanto había querido olvidar… y lo que ahora necesitaba recordar.
Un pequeño cofre.
Lo abrió con manos temblorosas, y el pasado escapó como un perfume guardado demasiado tiempo.
Dentro, encontró una flor de cristal azul —regalo de su madre—, un pañuelo bordado con el escudo de Elowen, y una carta sin firmar. La letra era de su padre.
“Si estás leyendo esto, es porque el destino ha sido más cruel de lo que soñé. Sé fuerte, hija mía. No te conviertas en mártir, sino en reina. Y recuerda: la corona no es un adorno. Es una sentencia.”
Lyanna cerró los ojos. No lloró.
Una reina no llora sola. Y menos aún frente al trono.
Guardó los objetos con cuidado, como si al hacerlo tejiera su armadura invisible. Luego se puso de pie, fue hacia la ventana, y contempló el reino dormido.
Allá abajo, las luces de los hogares titilaban como estrellas caídas. Gente que aún creía que la reina era una salvadora. O una amenaza. Ella aún no había decidido cuál sería.
—Que tiemblen todos —murmuró, apenas audible—. Porque he vuelto. Y esta vez, no vengo a mendigar el trono. Vengo a reclamarlo.
El viento del norte sopló con más fuerza, como si los dioses mismos hubieran escuchado su promesa.
Y así comenzó su reinado. No con campanas… sino con un juramento silencioso y la promesa de que la sangre correría antes de que las flores volvieran a florecer.
Los portones de Elowen se abrieron con un crujido solemne, como si hasta el hierro se lamentase por lo que estaba a punto de permitir. Las trompetas sonaron en lo alto de las torres almenadas, y un clamor apagado brotó desde el pueblo reunido a lo largo del camino de piedra. No eran vítores, sino susurros cargados de incertidumbre.