El amanecer se alzó como un bordado de oro y escarlata sobre los tejados de Elowen, tiñendo las torres del castillo de un fulgor melancólico. Las campanas resonaban en la distancia con una cadencia pausada, como si anunciaran no una celebración, sino una despedida.
Lyanna descendió las escaleras del torreón con el paso contenido de quien carga algo más pesado que un equipaje: la incertidumbre. La seda gris de su capa flotaba tras ella como una sombra muda, y sus dedos, enguantados en terciopelo pardo, temblaban apenas al alcanzar la empuñadura de la puerta principal.
Afuera, los caballos ya estaban ensillados. Los estandartes ondeaban al viento con el blasón de la Casa de Elowen —una flor de lis en campo negro—, apenas visibles entre la neblina que aún se aferraba a los campos. Kael la esperaba montado, la postura erguida, los ojos ocultos bajo el borde de su capucha. A su lado, Sir Alric —un caballero veterano de pocas palabras y mirada severa— sostenía las riendas de la yegua blanca destinada a la Reina.
Detrás, varios guardias de élite formaban la escolta. Algunos habían servido a su padre. Otros, eran jóvenes nobles de casas menores, ávidos por ganar gloria protegiendo a su joven soberana en tierras extrañas. Y entre todos, uno destacaba por su silencio.
—Mi señora —dijo Sir Alric, inclinando la cabeza—. Todo está dispuesto. Partiremos en cuanto deis la orden.
Lyanna asintió sin pronunciar palabra. Tomó aire con lentitud, como si aquel aliento fuese el último que respiraría en Elowen. Luego, caminó hacia su montura.
Kael desmontó para ayudarla a subir, pero ella alzó una ceja con expresión contenida.
—Puedo sola, Sir Kael.
—Lo sé —respondió él, apenas esbozando una sonrisa—, pero no por ello dejaré de ofrecerme.
Ella aceptó su mano finalmente, y con un impulso elegante, se montó sobre la silla. No miró hacia atrás.
La caravana avanzó en dirección noreste, cruzando los campos que bordeaban la vieja ruta de los comerciantes. Therenhall se hallaba a cinco días de marcha si el clima era benigno. A medida que dejaban atrás los bosques familiares, el silencio se apoderó del grupo. Solo se oían los cascos sobre la grava y el canto de los cuervos que anunciaban la inminente llegada del invierno.
Fue al segundo día de viaje cuando Lyanna reparó en el jinete que cabalgaba un poco más alejado que el resto. Vestía tonos oscuros, casi sin emblemas visibles, salvo un broche plateado con forma de lobo dormido. Su mirada se mantenía siempre al frente, y rara vez dirigía palabra alguna.
—¿Quién es él? —preguntó Lyanna en voz baja a Kael, mientras cabalgaban en paralelo.
—Lord Caden Thorne —respondió, sin apartar la vista del camino—. Segundo hijo del duque de Morrowind. Vos le conociste en la corte hace años, aunque era aún un mozalbete entonces.
—No lo recuerdo —dijo ella con franqueza.
—Eso, milady, es precisamente lo que él jamás ha olvidado.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué queréis decir?
Kael soltó una risa seca.
—Digamos que vuestra familia humilló la suya en más de una ocasión. No es el tipo de hombre que olvida con facilidad.
—¿Y qué hace aquí, entonces?
—Fue nombrado por el Consejo como uno de vuestros protectores en tierras extranjeras. Él no lo pidió… pero tampoco lo rechazó.
Lyanna giró la cabeza, observándolo con más atención. Había algo inquietante en su forma de cabalgar, tan controlada, tan silenciosa. Como si el mundo entero fuera un teatro y él ya conociera el desenlace.
“Una espada en la sombra”, pensó. “O quizá, un espía en la corte”.
La comitiva avanzaba a través de los extensos campos de niebla que se arremolinaban como fantasmas entre los robles desnudos. El sol se alzaba pálido entre las nubes, proyectando una luz cenicienta sobre la tierra del reino del Este. El viaje había sido largo, y aunque el carruaje real ofrecía cierto consuelo frente al frío, la incomodidad del silencio que reinaba en su interior resultaba más pesada que cualquier traqueteo del camino.
Lyanna, sentada con la espalda recta y los ojos clavados en el horizonte, mantenía el rostro sereno. Sólo sus dedos, que jugaban con el borde de su guante de encaje, delataban su impaciencia. Kael, fiel a su lado, montaba junto al carruaje, con la vista alerta y la mano siempre cerca del pomo de su espada.
Cuando los portones de Therenhall aparecieron a la distancia, su silueta negra y austera parecía levantarse como una advertencia. La fortaleza no tenía la gracia ornamentada de los palacios del Norte: era sobria, de muros grises, almenas imponentes y estandartes oscuros ondeando al viento como alas de cuervo. Una fortaleza para la guerra, no para los bailes.
El carruaje se detuvo al pie de las escaleras de piedra, donde un grupo de hombres aguardaba. Al frente de ellos, montado sobre un corcel tan oscuro como su atuendo, se encontraba un hombre de porte inconfundible: Lord Caden Thorne.
De complexión erguida, rostro anguloso y cabello oscuro atado con precisión militar, su presencia no necesitaba anuncio. Vestía una capa de viaje negra con bordados plateados apenas visibles, y su espada colgaba con naturalidad en su cadera, como si hubiese nacido con ella al costado. Sus ojos, de un gris acerado, escrutaron el carruaje antes de bajar lentamente la mirada hacia la joven que descendía.