La Flor del Norte

Capítulo III: El Juego de las Sombras

Lyanna volvió a erguirse en cuanto se escucharon los últimos ecos de los pasos de Caden perdiéndose entre los corredores. La nota seguía en su mano, arrugada por la tensión de sus dedos. La desplegó otra vez, repasando cada trazo, cada palabra escrita con una caligrafía firme y estilizada. Era una advertencia disfrazada de galantería. Pero también un reto.

«Te estaré observando.»

La princesa respiró hondo, tratando de calmar el peso que se había asentado sobre su pecho. Estaba agotada por la jornada, por la cena y por ese encuentro final, pero su mente seguía despierta, alerta, incapaz de rendirse. Therenhall no dormiría con facilidad… y ella tampoco.

Se giró hacia la puerta entreabierta de sus aposentos. Afuera, el castillo parecía haber caído en un silencio inquietante. Las antorchas titilaban en los pasillos y el murmullo del viento golpeaba las altas ventanas con un ritmo pausado. Parecía que hasta los muros respiraban.

Lyanna caminó lentamente hacia el umbral. Algo en ella —llámese instinto o simple necesidad— le pedía explorar. Comprender. Observar antes de ser observada.

Cerró la nota y la escondió bajo la almohada. Luego tomó una capa ligera, se cubrió los hombros y salió en puntillas al pasillo. No había guardias a la vista, al menos no en ese ala. Solo retratos antiguos observándola con desdén desde sus marcos dorados.

Avanzó por un corredor lateral hasta que la familiar silueta de Lady Mireya emergió desde las sombras, como si la hubiese estado esperando.

—No deberías andar sola a estas horas, alteza —susurró Mireya, cruzando los brazos—. Este castillo tiene oídos… y secretos más antiguos que nuestras casas.

—Precisamente por eso estoy aquí —contestó Lyanna, con la frente en alto—. Necesito saber dónde estoy pisando. ¿Me acompañarás?

Mireya sonrió, divertida por la osadía de su reina.

—Siempre.

Juntas avanzaron entre columnas, escaleras de mármol y alfombras tan gastadas como los escudos que colgaban de las paredes. A medida que se internaban más en el corazón del castillo, el aire cambiaba. Más frío. Más denso.

Bajaron una escalera de caracol oculta tras un tapiz y desembocaron en una galería poco iluminada. Allí, entre vitrales rotos y una gran chimenea apagada, se encontraba una sala que parecía no haber sido usada en décadas. Estatuas cubiertas de polvo, instrumentos musicales desafinados, retratos que nadie se atrevía a colgar.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Lyanna, caminando lentamente hasta un antiguo clavecín.

—La Sala del Espejo —dijo Mireya con voz baja—. Aquí se reunían los antiguos Thorne para sellar pactos y romper alianzas. Nadie viene desde la guerra. Dicen que hay ecos… de traición y sangre.

—Perfecto —murmuró Lyanna—. Justo el tipo de lugar que necesito.

Mireya rió entre dientes, pero su gesto se volvió serio cuando vio algo sobre el piano. Una rosa blanca, fresca. Muy fresca.

—No está marchita —dijo Mireya, acercándose con cautela.

—¿Alguien más ha estado aquí? —preguntó Lyanna, sintiendo cómo su pecho se tensaba.

En ese momento, un crujido rompió el silencio. Ambas giraron, listas para enfrentarse a lo que fuera.

Pero no era un espía. Era Caden Thorne.

Apoyado contra una de las columnas, observaba la escena con los brazos cruzados y una sonrisa irónica en el rostro.

—No esperaba encontrarlas aquí —comentó con su tono habitual, como si estuviera comentando el clima—. La reina y su dama husmeando en la historia de mi familia. Qué... apropiado.

—No sabíamos que este lugar seguía en uso —dijo Mireya, alzando la barbilla con dignidad.

—Y no lo está —replicó Caden—. A menos que ustedes estén tratando de revivirlo.

—Una flor fresca no nace sola, Lord Thorne —dijo Lyanna, señalando la rosa con la mirada—. ¿Fue un regalo? ¿O una advertencia?

—Quizá un símbolo —dijo él, acercándose con lentitud—. Las rosas no siempre significan amor, su majestad. A veces son espinas disfrazadas.

Hubo una pausa cargada de tensión. Las llamas de una antorcha crepitaban cerca, como si intentaran rellenar el silencio incómodo entre ellos.

—¿Y tú qué eres, Lord Thorne? —preguntó Lyanna, sin apartar la mirada—. ¿Rosa o espina?

Caden se detuvo a escasos pasos de ella. Sus ojos grises, ahora más cercanos, parecían leerla por dentro.

—Depende de quién me mire.

La respuesta la desarmó por un segundo. Pero no bajó la guardia.

—Entonces sabré mirar bien —susurró Lyanna.

Un momento más, y la tensión habría estallado. Pero Mireya se aclaró la garganta, rompiendo la atmósfera densa entre ambos.

—Debemos volver. El amanecer no tarda, y no querrás que piensen que estás perdida en tus propias sombras, mi reina.

Lyanna asintió. Caden, sin añadir palabra, retrocedió con un gesto cortés, pero su mirada se quedó clavada en ella hasta que ambas desaparecieron escaleras arriba.

Esa noche, mientras el castillo dormía en su letargo de piedra, Lyanna descansó con un sueño intranquilo. El encuentro con Caden había removido algo más profundo de lo que esperaba. No era solo desconfianza. Era desafío, era estrategia… pero también algo más, algo que no se atrevía a nombrar aún.




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