La Flor del Sol.

Su Majestad

Saúl no era supersticioso. Las antiguas leyendas sobre la hechicería no habían calado en él, probablemente porque sus padres nunca le narraron tales historias; aunque tampoco hubiesen permitido que en los espectáculos reales se incorporase la lírica. Aquella creencia comenzó lejos de la capital, entre el pueblo y la gente más desfavorecida, quienes estaban convencidos de que su mala suerte e infortunios eran a causa de los dioses. Con el tiempo, muchas mujeres comenzaron a rendir culto en las iglesias y pagodas, donde la oratoria se tornó en un canto, hermoso y sutil; pero que a su vez pronunciaban frases sangrientas contra aquellos que las menospreciaban. Se extendió hasta el área rural entre los artesanos y comerciantes, y de ahí a la nobleza, quienes consagraron a las llamadas “hijas de Dios” como hechiceras que cantaban para dominar a los hombres, calumniar y maldecir para lograr sus propósitos.

El punto de inflexión fue con la caída del antiguo emperador, que buscó ayuda por todos los medios posibles hasta acercarse a una sacerdotisa. Esta le prometió paz, aunque no hacia la dirección que Genji y el resto hubiesen deseado. Pronunció un par de frases que sonaron a voz cantada y el emperador, pasados tres días, falleció. Aquel suceso fue sin duda desafortunado, pues si bien aquella sacerdotisa quiso sacar provecho de la riqueza del palacio, ella no era responsable de la caída de Genji. Lo que entonces fueron rumores se concretaron como hechos, y desde entonces ninguna voz alzada suena con musicalidad en la capital de Asteria.

A Saúl le daban igual las antiguas creencias, no quiso reunir motivos de la muerte de su padre para no continuar lamentándose y poder avanzar; pero aquel suceso se convirtió en un motivo más por el que despreciar a las mujeres. Para él, la música era imprescindible, aun así, nunca escuchó una voz cantante y tampoco esperaba hacerlo.

El Sol asomó sus cabellos rubios tiñendo aquella mañana de un tono rojizo. Su albor se había tatuado en el cielo, con ligeras motas de color carmesí, y las nubes se esparcían como pequeños algodones deshilachados humedecidos en sangre. Un amanecer incierto que predicaba el inicio de un nuevo día y que para fortuna de Maîa se encontraba ya en sus aposentos. No había mejor fecha para realizar la ceremonia que aquella mañana de febrero, con las flores del cerezo en crecimiento y una brisa entrañablemente agradable.

El movimiento en palacio era apresurado. Las criadas la bañaron, y mientras Tayu acomodaba su cabello en una trenza que descendía por su espalda y se arqueaba dibujando sus hombros, las dos ancianas le colocaban el vestido azul, de un tono casi tan claro como el cielo. Fue escogido por la albina, quien deseaba poder llevar el color favorito de su madre creyendo que aquello le traería buen augurio, y a pesar de escuchar las incesantes opiniones de Tayu de que el rojo era el color favorito del emperador, Maîa siguió prefiriendo su elección. El vestido tenía dibujos florales de un sutil color blanquecino y dorado, pero el broche de oro fue la preciosa diadema de diamantes que le colocó Tayu una vez se vistió. Ni siquiera las ancianas se atrevieron a contradecir a su compañera:

—¡Estás preciosa!

Ella se miró en el reflejo, satisfecha con el resultado. El vestido le encajaba a la perfección, el final de las mangas eran lo suficientemente voluminosas como para dejar entrever sus manos y su cuello, que asomaba ligeramente su escote. Aquel día, cualquier forastero podría haber confundido a Maîa con alguien de la realeza. Los detalles estaban perfectamente cuidados y su maquillaje tampoco era excesivo, además, el color de la vestimenta acentuaba su mirada y su tono cristalino. Verdaderamente, portaba una belleza natural que fácilmente podía encandilar a cualquier noble.

Las sureñas salieron de los aposentos para encaminarse, en fila india, hacia el pabellón real. No tuvieron tiempo para reunirse, comentar sus ornamentas y las inquietudes que se cernían sobre su futuro. El protocolo era exigente y no se podía hacer esperar al emperador.

El pecho de la albina bailaba con fuerza y a un compás desacelerado. Quiso llorar, pero hizo el esfuerzo de contener sus párpados e ignorar el dolor que provenía de su garganta. Estaba terriblemente asustada, no tenía nada previsto y no le quedaba otra más que ejercer del arte de la improvisación. Comenzó a sonar una sonata dulce de arpas, laudes y flautas, y a medida que avanzaban hacia el pabellón real se encontraban con los nobles y ministros, que iban a presenciar la elección del harem del emperador. Alguno desviaba la vista hacia su figura para analizar los detalles de sus vestidos, pero la aversión que sentían evitaba que sus miradas se encontrasen con las de las sureñas.

Caminaban sobre una alfombra roja con ligeros motes de colores y flores a su alrededor. Subieron los peldaños que conducían al interior del pabellón, fue entonces cuando Maîa levantó su vista por primera vez, encontrándose con múltiples guardias y una entrada majestuosa de columnas bañadas en oro, techos incrustados con pequeñas piedras de jade y un resplandeciente suelo de mármol. Los guardias se distribuyeron por escuadrones para interceptar los puntos estratégicos de la sala, en caso de que surgiesen imprevistos. El de Rem, conformado por Suna, Noon y Asahi, estaban en el interior de la sala, bajo los aposentos del emperador; puesto que eran su séquito más cercano y experimentado.

En el pavimento, Maîa recordó la última frase que le dijo Tayu: “No mires al emperador directamente a los ojos.” Así, avanzó lo suficiente como para posicionarse en el extremo izquierdo, sobre uno de los cojines rojos que había distribuidos, hincó sus rodillas y agachó su cabeza al igual que el resto de sus compañeras. Nadie más lo había notado, pero a Maîa le sudaban todas las partes de su cuerpo, desde las pantorrillas, hasta sus pies y su nuca. Estaba nerviosa y su rostro contraído, jugueteaba con sus dedos para canalizar el estrés que estaba sintiendo. No sabía que resultado esperar, así como tampoco comprendía si quería o no ser escogida, porque no se visualizaba volviendo a las Tierras de Täwic sin la compañía de su madre, pero tampoco viviendo en aquel palacio a merced del emperador. Se había prometido rendir justicia tras lo sucedido, y ni siquiera sabía qué hacer a continuación.



#14704 en Novela romántica
#8604 en Otros
#762 en Novela histórica

En el texto hay: musica, romance, emperador

Editado: 16.02.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.