La Forja de los Condenados

2. Bajo el sol implacable

La partida fue rápida. Al día siguiente, Elyan, acompañado de Varik, el capitán del Ejército Negro, y una compañía de soldados, montaron sus caballos en dirección a las aldeas marcadas en el mapa. Llevaban consigo no solo el peso de la misión, sino también el equipamiento necesario para las semanas de viaje que se avecinaban. Los soldados cargaban con tiendas de campaña, ligeras pero resistentes, diseñadas para levantarse y desmontarse rápidamente. En sus alforjas llevaban provisiones secas: carne salada, pan duro y frutas deshidratadas, junto con barriles de agua y cueros para transportarla. También habían preparado equipos de caza y pesca, en caso de que los suministros no fueran suficientes en las zonas rurales.

Para el reclutamiento de los jóvenes, el grupo llevaba una serie de espadas cortas y escudos de entrenamiento, fabricados con madera y metal, más ligeros que los utilizados en combate. Además, transportaban armaduras básicas de cuero para los primeros días de entrenamiento y equipo médico para tratar las inevitables heridas que surgirían. Los soldados sabían que la moral era crucial, por lo que también cargaban con barriles de vino y algunos sacos de especias para mejorar las comidas cuando acamparan.

A medida que avanzaban, las condiciones del terreno variaban. Los primeros días cabalgaron sobre caminos de piedra que conectaban la capital con las aldeas cercanas, pero pronto los caminos se hicieron más estrechos y polvorientos, bordeados por campos de cultivo y pastos. A menudo, se veían obligados a detenerse para descansar los caballos y darles de beber en los ríos que cruzaban su camino.

La campaña de reclutamiento había sido cuidadosamente planeada. Al llegar a cada aldea, Varik tomaba la delantera, mientras Elyan observaba desde su posición junto a los otros soldados. Los habitantes eran llamados a la plaza principal, donde Varik, con su imponente presencia, les hablaba de la importancia de unirse al ejército para defender el reino. No todos los aldeanos estaban convencidos de inmediato, y en algunas ocasiones, Elyan tuvo que intervenir con un discurso más calmado y persuasivo. Les recordaba que servir en el ejército no solo era un honor, sino también una oportunidad para escapar de la pobreza y garantizar la seguridad de sus familias.

A medida que la caravana se adentraba más en el reino, las aldeas que encontraban mostraron reacciones mixtas: mientras algunas eran acogedoras, otras miraban con cautela a los soldados. En los lugares más recónditos, las miradas de desconfianza eran inevitables. Para muchos, los soldados eran una señal de problemas, no de protección. Pero en algunos pueblos, los jóvenes ya aguardaban con ansias la llegada del Ejército, dispuestos a demostrar su valía y ganar un lugar entre sus filas.

Elyan trató de mantener la calma y la compostura en cada encuentro, recordando las palabras de su padre sobre diplomacia y justicia. Sabía que el éxito de la misión no dependía solo de su capacidad para reclutar, sino también de ganarse el respeto y la lealtad de aquellos a quienes convocaba. Sin embargo, mientras el paisaje continuaba cambiando, y las rutas onduladas daban paso a los espesos bosques del norte, un pensamiento persistía en su mente: <<son nobles campesinos>>.

En el horizonte, Llano Soiknu se acercaba.

…..

A medida que los primeros rayos de sol se asomaban en el horizonte, el tranquilo letargo de Llano Soiknu se vio abruptamente interrumpido por el resonar de cascos y el tintineo metálico de las armaduras. Algunos aldeanos, al escuchar la aproximación, salieron de sus casas con miradas curiosas y rostros llenos de inquietud.

Encabezando la procesión, el príncipe Elyan montaba con majestuosidad un corcel negro, flanqueado por Varik y la milicia. Los estandartes del reino ondeaban al viento, una afirmación clara del poder y la autoridad que representaban.

Los aldeanos, con su humildad inherente, se inclinaron en señal de respeto mientras la comitiva avanzaba. Los niños, cautivados por el espectáculo, se escondían detrás de sus madres, con los ojos llenos de asombro y temor ante la presencia de los soldados con sus brillantes armaduras.

A pesar de la postura regia que mantenía, Elyan no pudo contener la sorpresa y la tristeza que afloraron en sus ojos al observar las condiciones en las que vivían sus súbditos. Las casas, aunque construidas con cariño, revelaban una modestia que contrastaba fuertemente con la opulencia de la capital. La falta evidente de recursos pintaba un cuadro desafiante de la vida en las aldeas, dejando al príncipe con un peso en el corazón mientras avanzaba por las calles polvorientas del lugar.

Varik, notando la reacción del príncipe, se inclinó discretamente hacia él y susurró:

—Esto es la realidad más allá de las relucientes murallas doradas, Alteza.

Un anciano de barba blanca, ataviado con ropas desgastadas, se acercó con pasos lentos y extendió un ramo de flores silvestres hacia Elyan.

—Bienvenido a Llano Soiknu, príncipe Elyan. Esperamos que su visita nos traiga paz y bendiciones.

Elyan, agradecido, recibió las flores y respondió con voz suave:

—Aprecio mucho su cálida bienvenida. Mi propósito aquí es observar y aprender igualmente, y confío en que podamos trabajar juntos por el bienestar de todos.

A pesar de la sinceridad en las palabras del príncipe, una sombra de incertidumbre se cernía sobre Llano Soiknu. La imponente presencia de la milicia y la naturaleza de la visita despertaban inquietudes entre los aldeanos, quienes temían lo que el futuro les depararía. La esperanza y la aprehensión se entrelazaban en el aire.




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