La Forja de los Condenados

3 Forja de Guerreros

Llevados en carros militares despampanantes y flanqueados por soldados armados, los rostros de los jóvenes expresaban resignación. Cada noche, eran confinados en campamentos improvisados, donde el frío del suelo y el miedo al futuro eran sus únicas compañías. La tranquilidad y las risas de hace solo unos pocos días parecían recuerdos distantes, reemplazados por la compañía constante de la incertidumbre.

En las paradas que hicieron se conocieron entre los reclutas, de distintas aldeas. Runa escuchó por boca de los jóvenes que otras partidas de soldados con reclutas ya se habían encaminado a la capital donde se encontrarían todos finalmente.

Runa, aunque básicamente agotada, mantenía su espíritu intacto. Observaba a los jóvenes a su alrededor, algunos apenas adolescentes, y sentía un dolor punzante en su pecho. Una joven, de una aldea vecina al Llano, llamada Lara. Lloraba en silencio cada noche. Una de esas noches Runa la tomó de la mano, tratando de brindarle un poco de consuelo, pero las palabras de aliento quedaron atrapadas en su garganta; no podía mentir y fingir que no le afectaba. Pero mediante esa simple interacción comenzaron a tratarse.

En el camino, el grupo atravesó un bosque denso de árboles gigantes que parecían llorar lágrimas de resina. Las noches en el bosque eran especialmente frías, y los cuentos de criaturas acechando en las sombras mantenían a los jóvenes en un estado constante de alerta. En esas noches que pasaban en el bosque Runa y Lara, hablaban bastante. La joven era de Bahía Bres, su familia se dedicaba a la joyería y solo tenía 16 años, estaba aterrada y cada vez que hablaban le decía a Runa que temía morir lejos de casa.

Por otro lado, Elyan, siempre rondaba por el campamento. Elegía montar su propio caballo, más allá de las insistencias de sus acompañantes, quienes preferían que se resguardara de cualquier posible ataque. Pero él lo ignoraba, prefería vigilarlos montado en su caballo. Observaba el grupo con indiferencia. Sin embargo, en una ocasión, sus ojos se encontraron con los de Runa. Aunque ella esperaba ver el mismo desprecio de antes, en su lugar encontró una mirada compleja, llena de conflictos no expresados, de una confusión interna que tal vez simulaba con la arrogancia diaria.

Pasaron días, hasta que al fin llegaron a las puertas del reino, la grandiosidad y magnitud de las murallas contrastaban con la fragilidad y desolación de los jóvenes reclutados. El camino había terminado, pero para Runa y los demás, el verdadero desafío apenas estaba comenzando.

El cuartel del Ejército se encontraba a las afueras de la ciudad principal de Toriant, una estructura robusta y austera de piedra y madera. Las torres de vigilancia se alzaban imponentes en cada esquina, y los muros estaban custodiados por guardias atentos día y noche.

Dentro del cuartel, la vida era una mezcla de rigor y hermandad. Las mañanas comenzaban antes del amanecer con el sonido estridente de una alarma, el molesto sonido salía de un altavoz, llamando a todos a formarse en el patio central. Para la mayoría de los jóvenes aldeanos era una rareza e innovación el ser llamados por un altavoz, jamás habían visto algo así. Lo que causaba gracias a los demás reclutas citadinos.

Las rutinas diarias incluían entrenamientos intensivos, desde combate cuerpo a cuerpo hasta tácticas de formación y defensa.

Runa, después de ser reclutada, rápidamente encontró su lugar entre las filas de un cuartel específico. Aunque al principio los días eran exhaustivos y las noches estaban llenas de añoranza por su hogar, encontró a consuelo en Brom, su amigo que había sido reclutado al mismo tiempo que ella. Brom, con su sonrisa fácil y carácter afable, se convirtió en su compañero inquebrantable.

Ambos compartían momentos mientras limpiaban sus armas o se curaban pequeñas heridas en el hospital del cuartel. Las noches en el cuartel se llenaban de risas, cuentos y música. Algunos soldados, mostraban talentos ocultos, tocaban flautas o tambores, convirtiendo el frío suelo de piedra en un espacio de camaradería. Runa solía encargarse de la cocina y su especialidad eran los panes.

Cuando tenían tiempo libre, Brom y Runa, solían caminar por los terrenos del cuartel, hablando de sueños y esperanzas. Brom, con su humor característico, a menudo bromeaba sobre cómo, después de la guerra, abriría la primera taberna en el Llano donde no se permitirían armas, solo canciones y bailes.

Sin embargo, no todo era amistad y risas. La disciplina en el cuartel era férrea. Los superiores, especialmente Varik, no toleraban la insubordinación y castigaban cualquier desliz con dureza. El entrenamiento tuvo momentos oscuros; accidentes, heridas y, a veces, enfrentamientos entre los mismos soldados por disputas, desacuerdos y malos entendidos.

A pesar de las dificultades, la relación entre Runa, Brom se fortaleció. En ese mundo de acero y responsabilidad, encontraron en el otro un refugio, una promesa silenciosa de que, sin importar lo que viniera, no estarían solos.

El vasto patio de entrenamiento del castillo de Toriant estaba lleno de soldados, todos enfocados en sus ejercicios. Ese día entrenarían allí junto a la milicia más activa y la más experimentada, también bajo la atenta mirada de los príncipes y los altos mandos dentro de las fuerzas. La grava crujía bajo sus pies mientras se movían en patrones precisos. La atmósfera estaba cargada de tensión, con cada recluta esforzándose por demostrar su valía.

Al final de la fila se encontraba Runa, claramente desubicada, pero determinada a superar cualquier desafío. Sin embargo, su inexperiencia se hizo evidente cuando los demás lograron completar una serie de ejercicios tácticos antes que ella.




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