Elsie se mira en el espejo. No parpadea. No suspira. Solo observa. Ajusta el vestido con precisión, como si cada pliegue pudiera contener el desorden de su mente. El terciopelo azul brilla bajo la luz de las velas, deslizándose sobre su piel como una segunda capa. Su espalda permanece recta, pero sus dedos aprietan el dobladillo con una tensión que delata su inquietud.
Doy un paso adelante. El aire huele a lavanda, pero en lugar de calmar, me asfixia.
—¿Estás lista?
Elsie no responde de inmediato. Sus ojos buscan algo en el reflejo, una respuesta, quizás. Finalmente, su voz rompe el silencio, tan suave que casi se la lleva el viento.
—Casi. Solo debo peinarme, ponerme los tacones y maquillarme.
El tiempo se estira entre nosotras, convertido en un muro invisible. Ella toma un peine de oro con motivos florales y lo desliza por su cabello, dejándolo suave. Su mano no tiembla, pero hay algo rígido en sus movimientos, como si cada gesto estuviera ensayado. Aprieta el corsé hasta que la respiración se le vuelve pesada. La corona azul se posa sobre su cabeza, pero sus ojos siguen vacíos.
Elsie levanta la cabeza lentamente. Sus labios dibujan una sonrisa ligera, pero sus ojos no la acompañan.
Algo en su tono me inquieta. Una mentira tejida más para sí misma que para los demás.
Se pone de pie con calma, pero sus tacones golpean la madera como un latido seco. Se ajusta la trenza con esmero, en un acto final de control.
Elsie avanza, la noche nos espera repleta de emociones. Una ráfaga de viento entra por la ventana entreabierta, agitándole el cabello, pero ni siquiera lo nota. Yo, en cambio, lo percibo todo.
Sus manos, que deberían moverse con gracia, tiemblan al ajustar una perla suelta. Su respiración se entrecorta, demasiado superficial, demasiado contenida. Se muerde el labio inferior, con la presión exacta para evitar que la piel se rompa, pero lo suficiente para liberar la tensión atrapada en su cuerpo.
Sus hombros, rígidos bajo la seda, apenas ocultan la opresión en su pecho. Su mirada se mantiene fija, como si al parpadear el peso de la noche pudiera desplomarse sobre ella. No es solo ansiedad por la perfección. Es miedo.
Un miedo sordo, latente, como un nudo en la garganta que no se deshace. Un miedo que se oculta en los rincones más oscuros, bajo el brillo y el lujo. La sombra que nunca se muestra, pero que siempre acecha.
Termina de acomodar su trenza con esmero. La observo en silencio, mi cuerpo tenso como un resorte, cada músculo alerta. Su belleza, tan evidente y distante, se siente como una herida sin cicatrizar. La distancia entre nosotras se expande, tan real como si un abismo nos separara.
—¿Vendrás a la fiesta? —La voz se oye ligera, pero las manos que aprietan la tela del vestido no engañan.
El silencio pesa, un vacío que pesa más que cualquier palabra.
—No. Hay cosas más urgentes. —Cruza los brazos con una calma tan firme que parece imposible que se rompa—. La fortuna no se reconstruirá sola, y tu matrimonio está decidido.
El cuerpo se endurece, la respiración se detiene. Los labios se mueven, pero nada sale de ellos.
—¿Qué?
—Te casarás. Es lo que te conviene.
El aire entra en un jadeo tembloroso, pero la presión sigue ahí, aplastando el pecho. Una risa se escapa, una risa rota, como si intentar romperla pudiera deshacer todo lo que acaba de escuchar.
—No. No me casaré con alguien que no conozco.
Las manos se aferran a la tela del vestido, los dedos tensos, palideciendo. Los nudillos gritan en su lucha por no ceder.
—No tienes opción. Esta noche lo conocerás.
Las piernas vacilan, los hombros tiemblan como si cada músculo estuviera al borde de ceder. El puño se estrella contra la mesa, un golpe que resuena en la habitación vacía.
—¡No estoy prometida! —La voz se rompe en un grito desgarrado—. ¡Tengo dieciocho años! No quiero que decidan por mí, no quiero ser tratada como una propiedad.
Las lágrimas caen, implacables. Cada sollozo es un puñal en el aire. La respiración se acelera, ahogada en el desespero.
Pero la respuesta no deja lugar a dudas.
—Sí lo estás. —La voz es fría, definitiva, como una sentencia de muerte—. Y no hay nada más que discutir.
Nuestra fortuna se quiebra. Apenas puedo mantener a Elsie y a sus hermanos desde la muerte de su padre. No me gusta decirlo en voz alta, pero la realidad es que cada día se vuelve más difícil. El peso de las decisiones se apodera de mí, y mientras más lucho por sostenernos, más frágil parece todo.
—Se supone que si quiero casarme y tener hijos, tengo derecho a elegir con quién. No me voy a casar con alguien a quien no amo —protesta Elsie, con esa firmeza que nunca me deja de sorprender.
—No se trata de lo que quieras, Elsie. Él pedirá tu mano, y ahí se acaba la discusión —le respondo, intentando que el tono de mi voz no sea tan severo, aunque mi paciencia ya se agota.
Veo cómo sus ojos se llenan de frustración, su mente atrapada en el mismo círculo de pensamiento. No me hace falta oírla para saber lo que piensa: «No quiero, no pueden hacerme esto. Necesito estar con alguien a quien sí amo». Cierro los ojos un momento, reconociendo la lucha interna que sé que está atravesando, pero no puedo cambiar las reglas del juego. Al menos, no ahora.