La Gotera

DIARIO:

Lunes 24.

Hoy, mientras releía lo que escribí aquel día, no pude evitar sonreír. Nunca imaginé que unas simples palabras pudieran tener tanto poder sobre mí. Cuando el viejo mencionó a Benedetti, algo se encendió dentro de mí, algo que no sabía que estaba apagado. Su poesía, aunque no la entendía completamente, despertó algo profundo en mí. Me encontré escribiendo sin parar, como si el tiempo no existiera. ¿Cómo algo tan sencillo como un poema pudo hacer que todo cambiara?

No sé qué me pasó, pero sentí que las letras, las palabras, ya no eran solo una carga. Hoy me di cuenta de que tengo algo que decir, algo que aún no sé cómo expresar completamente. Pero lo voy a intentar. Las historias que antes estaban enterradas en mi cabeza ahora salen con furia, como si mi cuerpo no pudiera detenerlas. Quiero escribir, quiero saber si soy capaz de crear algo que haga eco en otros, aunque sea un pequeño eco.

Pero frente a esa inspiración se levantan como muros: mi responsabilidad hacia mi novia, Aurora, y mis sueños. Sueños que, con el tiempo, se han ido desvaneciendo, transformándose en algo tan cotidiano como los fluidos del cuerpo. Hoy, por ejemplo, llevamos cuatro días sin luz. Aunque Miguelina me mire con admiración y trate de disimular su desesperación detrás de su sonrisa y su actitud, sé, en lo más profundo, que está angustiada. Vivir tan aislados de la ciudad, en una casa donde apenas cabemos, sumado al estrés de la universidad, son cosas que se reflejan en su frente como si estuviera escrito en grandes letras rojas: "Necesito ayuda, estoy desesperada".

Y la entiendo. Ve en mí al hombre que la sacó de su zona de confort y de sus vicios. Cuando la conocí, siendo aún más joven, ella fumaba tabaco y alguna que otra cosa de la que prefiero no entrar en detalles. Es más, sí, fumaba sustancias ilícitas. Eso no la define, ni debería darme vergüenza escribirlo. Después de todo, este es mi diario, solo mío; nadie leerá esto. Además, yo soy peor que eso. He vuelto al alcohol. Me gusta. A mi padre también le gustaba. Pero odio verla cansada, buscándome de madrugada tirado en las aceras, o peor, en la iglesia a cinco calles de este desolado lugar.

Ahora yo soy el jodido, y ella, mi cura. Quizás cuando me recoge y cuida tras mis recaídas, recuerda cómo, en el parque, le pisoteé su primer cigarro. O aquella vez, durante su vigésimo cumpleaños, en que tuvimos nuestra primera pelea. Después, cuando murió mi padre, a mis 24, y temblé de abstinencia mientras la abrazaba.

Somos una pareja común, como cualquier otra. Pero yo tengo a la mejor mujer. Mis razones para amarla son únicas, y eso, pese a todo, me llena de inspiración.

Miércoles 26.

Canje, así se llamará mi novela. Tratará sobre un amor no correspondido, enredado en circunstancias irreales que el protagonista cree verdaderas. Será uno de esos hombres adultos que se hacen ilusiones rápidamente, que buscan lo imposible, lo prohibido, y que asocian esas obsesiones con el amor. Quiero lograr algo importante con esta historia: crear un personaje que sea completamente diferente a mí. Alguien amargado, melancólico, un poco enojón, depresivo y agresivo. Alguien en quien no me vea reflejado, para no involucrarme en su historia ni en su crecimiento.

La mujer, en cambio, aparece como un vacío en mi mente. No tiene forma todavía, solo una flecha blanca sobre un baúl amarillo que, al abrirlo, está vacío. Pensé en usar a mi novia como referencia, pero ella es muy sumisa, de una tranquilidad casi palpable, con una tristeza que explota en el silencio, y de besos y abrazos cargados de ética y moralidad. Nada fuera de lo común. Usarla como modelo haría que mi cariño por ella interfiera en el desarrollo de la novela y terminaría creando una historia de romanticismo excesivo, algo que no quiero.

Estoy en blanco. Ya he diseñado al protagonista, pero la computadora parpadea, esperando que escriba algo. ¿Es bajita, alta, delgada, gorda, narizona, de cabello rizado o liso? Nada se define en mi mente. Lo único que aparece es la voz de Aurora. Ella suele silbar cuando la comida está casi lista y me llama cuando ya la ha servido. Es creativa y misteriosa. Su tono de piel es cálido, como un chocolate con más leche que cacao, y pequeñas pecas están dispersas en su espalda. Las noté aquella vez que la ayudé a ducharse, y a veces, cuando pasa frente a mí de espaldas, moviendo su cabello, esas pecas quedan expuestas por casualidad, irradiando un olor natural que me envuelve.

Aurora tiene 13 años y parece una mujer de 23, tan distinta a Miguelina, que aparenta mi edad. Pero son cosas que no se pueden manejar.

¡Joder! Aún no sé a quién tomar como referencia.

Jueves 27.

“¿Por qué ese título, señor?”, me preguntó Aurorita, con los mismos ojos de ese viernes. Unos ojos que te marean, son negros y, a veces, dependiendo del día, cambian a un café claro. Lo extraño es que cuando te mira no evitas pensar que ella siente un sentir gigante por ti, puesto que se le dibuja lentamente un círculo brilloso sobre sus pupilas, y te produce dulzura, pero no una empalagosa, sino grimosa, triste y alegre a la vez.

A la primera le dije que lo tomé porque canje indica, en mi entender, una insignia de cortejo entre un hombre solitario y una mujer igual de sola. Pero ella se acercó a mi teclado y pulsó botones creando una oración: “Gracias, mi señor”, decía. No pude evitar decirle que no me agradeciera, pero ella se rio, hasta que, de repente, entre risas, apareció mi novia, en bata y con el cabello mojado, gritando desde la puerta de la recámara:

“¡Ella no te agradece, tonto, ella le agradece a Dios!”

Y mi cara disfrazó el enojo y la desmotivación. No creo que todavía haya gente que crea en Dios, y menos me lo esperaba de ella. No puede ser posible.




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