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Mi nombre es Gonzalo y soy una persona muy importante y apreciada en las redes sociales. Bueno, al menos soy conocido en algunos foros, principalmente en los que hablan de comics y animación. Soy un experto en cada rama de esto: ánime, sagas de súper héroes, colecciones de tarjetas, trilogías, figuras de colección… estoy seguro que les encantaría ver mi cuarto, tengo toda una colección de estantería para guardar mis colecciones. Muchos envidian las posesiones materiales con las que me he hecho en mis escasos años como miembro del foro. Soy lo que se puede decir una persona afortunada.
Algunos podrán criticar mi estilo de vida, un hombre de mi edad viviendo con su madre, obsesionado con figurillas de personajes de la televisión y que escasamente sale de casa, pero ¿Por qué querría cambiar? ¿Qué hay afuera que sea mejor de lo que internet me muestra?
Al menos ese es mi punto de vista. Mi cumpleaños está próximo y espero que mi madre me traiga un pastel. No se cumplen 39 todos los días. Estoy seguro de que me preparará una sorpresa. Si no es aquí en casa, será en el trabajo. Es una de las ventajas de que sea mi jefa. Mis fiestas siempre son a lo grande, Incluso he recibido felicitaciones anticipadas de algunos de los miembros del club de coleccionistas. Cierto, no tengo muchos amigos en la vida real y mis cumpleaños son básicamente comidas con la familia, pero ¡hey! Se ponen bastante bien.
En resumen, mi vida es perfecta, el único inconveniente que tengo es tener que compartir a mi madre con Rufo. ¡Ese pulguiento y desagradable perro sarnoso! Algunos dirán que el odio hacia un animal es irracional, y quienes piensen que un animal no puede odiar a nadie no conocen a Rufo. El perro y yo nos convertimos en enemigos mortales prácticamente desde el día que se le abrieron los ojos, y desde entonces he tenido que aguantar a ese animal por diez largos años. Mi único consuelo es que él ha tenido que aguantarme como setenta años de perro.
Si bien ya es un perro viejo, algunos podrían decir que se encontraba en excelente estado de salud. Mi madre solía llevar a Rufo todas las mañanas al parque, pero eso se acabó desde que el oficial Regino fue mordido al intentar separar a Rufo del gato de una vecina, que lo había llevado al veterinario para curarle una pata lastimada. Como es de suponerse, el gato terminó peor que mal y Rufo quedó vetado del parque, cosa que realmente no le importaba, porque mi madre, siempre blanda de corazón, había mimado a Rufo de regreso a casa, diciéndose a sí misma que el gato había empezado la pelea.
¿Entienden ahora mi predicamento? No quiero ser descortés, pero mi madre está loca por ese asqueroso animal, y durante estos años no ha hecho más que excusar su terrible indisciplina una y otra vez: “Rufo no empezó el pleito, no es su culpa haberse comido el filete de la mesa; el jarrón que rompió ni siquiera era de la familia; es tu culpa, Gonzalo, que se haya orinado sobre tus historietas, ¿Para qué las dejas olvidadas en el sillón?”.
Rufo es endemoniadamente enérgico para su edad. El veterinario siempre dice que tiene la salud y vitalidad de un perro de un año. Siempre que le pido alguna esperanza o indicio que nos diga que el perro no vivirá muchos años más, me consuela diciéndome que fácil ese animal podría vivir otros veinte años.
Algunos dirán que lo que hice con él fue cruel, pero deben entender que cuando se es una persona reservada como yo, el cariño de una madre es vital, y a nadie le gusta estar en segundo lugar, y menos opacado por un perro.
Claro, que de haber sabido cómo resultarían las cosas, habría preferido pasar el resto de mis días a la sombra de esa bestia. Es curioso cómo el karma te devuelve todas tus jugadas multiplicadas. Sí, sencillamente curioso, y en este caso, bastante aterrador.
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Seguramente se preguntarán el por qué del odio mutuo entre Rufo y yo. Bien, yo tenía 29 años cuando él nació. ¿Qué hacía a los 29 años viviendo aún en casa de mi madre? Simplemente soy algo reservado. No se me da muy bien el estar solo y suelo tener dificultad para conocer gente nueva. No trataré de excusarme, porque ese no es el punto de esta historia. Volveré a los escabrosos detalles que me orillaron a darle a ese perro una lección que ninguno de los dos olvidaría jamás.
Recuerdo el día que mi madre fue a ver a una amiga y regresó con algo más que las habituales servilletas que la anciana acostumbraba tejer. Ese era el cachorro que me ocasionaría muchas desgracias en los años venideros. Al principio pensé lo que pensaría cualquiera: qué bonito animal, tan tierno, tan frágil, tan inocente. El mundo es tan nuevo para él como lo fue un día para mí. Salió echando chispas de la bolsa del mandado de mi madre y a los pocos minutos decidí que no tenía ganas de probar las patatas sobre las que el animalito había hecho una de sus primeras gracias, pero en aquel momento no me importaba: estaba fascinado con aquella criatura. Entonces me conoció, y a su vez, yo lo conocí a él.
Cuando me acerqué para verlo de cerca, la primera impresión que me dio fue que algo en mí le había alterado. Quizás nunca antes en su vida había visto dos humanos juntos, o bien me había acercado demasiado pronto, o tal vez invadido su espacio personal. No lo sé. El asunto es que el antes radiante animal me vio, y al instante dejó de mover su cola con alegría. Se quedó observándome con la misma expresión de asombro que si yo hubiera hecho explotar a su mamá. No entendía bien lo que aquel gesto en sus facciones peludas significaba, aunque me hacía a la idea, no creí que fuera posible que se tratara de una apatía total.
Editado: 20.04.2020