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Lo primero que quiero dejar en claro es que no soy un asesino. No odio a los animales, incluso, como pueden ver en mi relato, más de una vez me propuse a hacer las paces con Rufo. De no haberlo pretendido, nunca habría vuelto a aceptar cuidarlo una y otra vez. Siempre me decía que tarde o temprano me ganaría el cariño del perro, pero cuando me di cuenta de la hostilidad de este y su costumbre de devolverme las palmadas en la cabeza con mordidas, decidí cambiarlas por los puntapiés.
Y es que sencillamente nada de lo que hacía para ganarme su simpatía funcionaba: si mamá me encargaba bañar al perro, este hacía lo posible por ensuciarse apenas saliera de la tina de baño. Si mamá compraba filetes, yo no tenía objeción en compartir un pedazo con Rufo, pero apenas me descuidaba un segundo, él saltaba a mi plato y se llevaba toda la carne. Aquello le daba risa a mi madre, y eso era lo que más me desesperaba. ¿Me parto el lomo trabajando para ti, madre, para que ese animal me quite la comida del plato?
Si sacaba a pasear a Rufo, él se aseguraba de que fuera un martirio para mí, y si había que llevarlo al veterinario, pasada la consulta tenía que ir directamente a urgencias a tratarme las mordidas propinadas.
Estaba harto de ese perro, tenía que deshacerme de él, pero ¿cómo?
La consulta del veterinario me bajó todos los ánimos. Fácilmente ese animal podría vivir otros veinte años. Sí, era verdad, podría, pero sólo si nos asegurábamos de que así fuera, ¿No? ¿Y si nos aseguráramos de que el buen Rufo no tuviera esa oportunidad?
¡No! Estaba pensando de una manera que nunca lo había hecho, yo no soy un asesino, ¡yo amo a los animales! Es Rufo el que me odia, el que me acabaría a mordidas si tuviera la oportunidad. Pero ambos sabíamos que había algo que nos impedía hacernos pedazos el uno al otro, y era precisamente mi mamá. ¿Podría yo atreverme a romperle el corazón acabando con la vida de su preciado Rufo?
Aquello me lo había dicho para quitarme la idea de la cabeza, pero en realidad no estaba para nada convencido de ello. Mi madre amaba más a Rufo que a mí, y eso despertó en mí una ira asesina. Tras mucho pensarlo, fragüé el plan.
Claro que nunca fue mi intención que el animal muriera. Quién sabe, tal vez de haber salido bien mi plan, tanto Rufo como yo habríamos terminado muy felices.
“Se vende perro de raza, súper barato”
Ese fue el rótulo con el que publiqué mi anuncio en internet, junto con una foto de Rufo en sus mejores momentos. La sonrisa que había en su hocico era la mejor y más sincera que había dado en su vida, e incluso habría pensado que un animal con esa sonrisa no podía ser tan malo. Claro que esa foto se la había tomado a Rufo después de enterrar al gato de la vecina, cuyo único crimen había sido caer en el momento y lado equivocados de la cerca, y no haber aterrizado de pie, sino dentro del hocico de nuestro adorable animal. Sí, se veía muy orgulloso de haber hecho polvo a ese gato. Es una lástima que los perros no entiendan que todo en esta vida se paga.
Y bien, pues, ese era mi diabólico plan: poner al perro en venta en internet, y llevarlo a su comprador bajo la coartada de llevar al animal a uno de sus habituales paseos. De regreso, le diría a mi madre alguna historia trágica, pero creíble: “madre, al pobre e inocente Rufo lo ha atropellado un taxi mientras trataba de arrancarle el cabello a una anciana a media calle”. Sí, seguro que ella me creería eso. Cualquiera que conozca a ese animal se creería esa historia sin cuestionar nada.
Para mi gozo, el primer interesado no tardó en hacerse notar.
–¿Por qué lo está vendiendo?– apareció escrito en la pantalla.
–Acabo de perder mi empleo y ya no lo puedo mantener– mentí –Es un buen perro y merece estar con alguien que lo quiera y lo consienta. ¿A qué hora quiere que pase a dejárselo?
–No me ha dicho cuanto quiere por él.
–¿Cuánto quiere pagar por él?
–Tengo dos mil.
–Le aceptaré doscientos si se lo lleva hoy.
Y así fue como me puse de acuerdo, y para mi mayor alegría el comprador resultó vivir del otro lado de la ciudad. Casi disfruté mi último forcejeo y mis últimas mordidas de ese animal, para mí eran un pequeño recuerdo que decía “recuérdame porque nunca volveré”.
Llegué con el vendedor, solté al perro sin bajar del auto y arranqué sin siquiera tomar el dinero, estaba complacido y miré la cara de confusión de ambos personajes a través del espejo retrovisor. ¡Lo había conseguido!
A los pocos minutos, vi con horror que Rufo estaba siguiendo el auto a la par.
–¡No puede ser!– exclamé –pero si hemos recorrido media ciudad. ¡Cuánta energía tiene ese animal!
No supe con exactitud qué fue lo que ese perro le hizo a su nuevo dueño, pero recibí varios e-mails con insultos después de esa tarde. En cuanto a mi viaje de regreso, estaba decidido a deshacerme de ese perro costara lo que costara. Aún no podía creer que hubiera corrido tras el auto.
–Daré varias vueltas y lo perderé– me dije –Después regresaré a casa y le diré a mi madre que se ha extraviado.
Pero para mi sorpresa el perro seguía al vehículo con una fuerza y velocidad tan impresionantes que tuve que acelerar a riesgo de ser detenido por la policía. Estaba comenzando a asustarme. Era como si estuviera decidido a no dejarme ir, como si su odio fuera un motor de energía interminable.
Editado: 20.04.2020