La Gran IlusiÓn Del Vivir

Longevidad

            Es una mañana fría y lluviosa de un lunes cualquiera del mes de marzo. Javier espera en la barra del bar a que le sirvan un café cortado. El ambiente matinal en el bar es de un ligero bullicio, entre los que van a trabajar para iniciar la semana laboral, llevan al autobús del colegio a los hijos, han salido a pasear al perro o comprar el pan y las noticias de fondo en la televisión del típico programa matinal.

            Sin interés alguno, mientras espera su café, Javier no puede evitar oír una noticia.

            “Un reciente estudio ha arrojado luz sobre la población de supercentenarios a nivel mundial, es decir, individuos que han superado la notable edad de 110 años. Las estimaciones revelan que el número de estas personas extraordinariamente longevas en el mundo oscila entre 150 y 600. Siendo el 96% del total mujeres, frente a un 4% representado por hombres. Dentro de este grupo selecto, la persona más longeva registrada es una ciudadana de Brasil, quien ha alcanzado la edad de 119 años”.

            −Cortado por aquí −dice un camarero serio, mientras deja la taza frente a Javier y pregunta a otra persona qué va a tomar.

            − ¿Qué te doy? −le pregunta Javier antes de que siga atendiendo a otras personas.

            −Uno sesenta y cinto −contesta secamente el camarero.

            Javier sale a la terraza del bar bajo los soportales, ve la dinámica de la gente que transita y la posibilidad de fumar al aire libre mientras toma su café. Es como un ritual, una adicción que sirve para llenar ese momento de soledad.

            Mientras observa a la gente pasar, piensa en la noticia de la televisión “ni ciento veinte años, dios santo, qué ridículo es todo. Y ahí están, peleando, consumiendo, pensando en sus cosas, queriendo vivir más. ¡Tan entretenidos!”.

            Javier, desde su posición en la terraza del bar, observa atento esta especie de microcosmos de la vida cotidiana que se despliega frente a él, cada personaje contribuyendo a la ruidosa experiencia humana del día a día urbano.

            A su lado, un joven combina el placer y el deber; toma sorbos de su café mientras degusta un pincho de tortilla, su atención dividida entre el sabor y la pantalla de su móvil, enviando mensajes con una velocidad que solo la juventud y la tecnología pueden permitir.

            En la acera, una señora de edad avanzada camina con una dignidad que desafía el paso del tiempo, vestida con un abrigo elegante que habla de generaciones pasadas, su paso firme y decidido contrasta con la fluidez del mundo que la rodea.

            Frente a él, una parada de autobús se convierte en un escenario de despedidas matutinas. Padres y niños compartiendo los últimos momentos antes de separarse ese día. Con los niños ya montados en el autobús escolar, y mirando por las ventanas, los padres no paran de mover sus manos en señal de saludo.

            Un individuo entra en el bar con apariencia desaliñada, pero con una mirada aguda, como si la urgencia de su día ya hubiera comenzado, un contraste viviente entre su presencia física y las demandas de su agenda.

            Cerca de la entrada, otro transeúnte parece caminar hacia su trabajo, muy atento a los mensajes en su móvil que lo conecta con el mundo más allá de la acera.

            Una pareja joven, sentada no muy lejos de Javier está sumida en una discusión tensa porque se les hace tarde y tienen que darse prisa.

            Un señor paseando a su perro observa con resignación cómo éste decide marcar territorio en la pared más cercana.

            Detrás de la parada de autobús, un coche espera impaciente con el conductor frunciendo el ceño ante la demora causada por el autobús escolar.

            Dos señoras de mediana edad, ataviadas con chándales y zapatillas de deporte, pasan caminando con paso enérgico, sumergidas en una conversación animada.

            Al encender un segundo cigarrillo y sumergirse en sus pensamientos, Javier piensa sobre cómo él mismo ha sido parte del continuo social que ahora observa desde la distancia. Recuerda los días en que su existencia estaba marcada por un ritmo frenético, similar al de aquellos que ahora pasan frente a él.

            La vida de Javier, hasta que todo se perdió, también estuvo llena de momentos compartidos en torno a un café, llevando a los hijos al colegio, inmerso en conversaciones y haciendo planes para el día. El trabajo y la familia delineaban un equilibrio delicado entre cumplir con sus obligaciones y perseguir sus ilusiones. Cada mensaje en el móvil, cada comentario sobre el clima frío compartido con conocidos formaba parte de la trama de su vida, tejiendo las interacciones sociales que definían su rutina.

            Mientras da una última calada a su cigarrillo, Javier piensa en ese instante de observación solitaria.

            “Sé que las bases de la existencia humana permanecen idénticas para todos pase lo que pase y vivan lo que vivan. Lo sé. El ajetreo, los sueños, los desafíos, la participación social, el entretenimiento. Pero aquí estoy sentado como uno más, incapaz de no ver, de no oír, de no pensar. Tan solo soy un invitado más a participar en esta ilusión del vivir”.

            Javier, aún sumido en sus pensamientos, es interrumpido por una voz que le saluda efusivamente. Levanta la vista y ve a un antiguo cliente, Marcos, con quien había compartido muchas conversaciones sobre negocios y vida en general, pero con quien había perdido contacto hace tiempo.

            − ¡Javier! Cuánto tiempo sin verte.

            − ¡Marcos! ¿Qué tal? Aquí estaba tomándome un café. Qué raro tú por aquí.

            −Sí, tengo un cliente en esta calle. Ahora en 15 minutos he quedado con él ¿Y tú? ¿Sigues en el mismo negocio?

            −No, ya no. Tuve que cerrarlo. Las cosas al final fueron muy mal.




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