La guardiana de las almas perdidas

11 * Nyx

Ha pasado un mes desde que llegué a Escocia y todavía no sé si estoy viviendo en el siglo XXI o si, por alguna extraña razón, he caído dentro de una novela histórica con ligeros toques de locura.

Cada día me cruzo con personas que parecen sacadas de otra época. Hombres y mujeres con miradas intensas, porte noble y formas de hablar y de vestir,que tienen un deje antiguo, como si el tiempo aquí no avanzara a la misma velocidad que en el resto del mundo.

¿Soy yo o aquí pasa algo sospechosamente sorprendente? No es que me queje, claro. Pero, definitivamente, esto no es lo que esperaba cuando llegué.

Si algo ha hecho mi estancia más fácil, ha sido Brighid. Ella es, sin duda, mi mayor descubrimiento en este mundo extraño. Alegre, divertida, sin pelos en la lengua y con un sentido del humor que me hace reír incluso en los días más complicados. En muy poco tiempo se ha convertido en mi persona vitamina, esa amiga que nunca tuve y que, sin darme cuenta, necesitaba con urgencia. Es un torbellino de energía, pero también una mujer increíblemente centrada y trabajadora. Es imposible no admirarla y, sobre todo, es imposible no quererla.

El señor Alasdair también ha sido una pieza clave en mi adaptación. Siempre aparece en la librería con su porte serio, pero con una amabilidad que me da tranquilidad. Viene cada día a saludarnos y, aunque al principio pensé que lo hacía por simple cortesía, ahora tengo la sensación de que nos observa. No de una manera inquietante, sino más bien con la atención de alguien que está esperando algo. Como si esperara que, en cualquier momento, hiciera o dijera algo que le confirmara una teoría que solo él conoce. Misterioso, pero de confianza. Agradezco su presencia.

Y luego está él.

Caelan MacRae.

El es… el es… Grrrrr. Me pone de los nervios. ¡Y lo peor es que lo sabe! Con esas sonrisitas arrogantes, esa manera de mirarme como si supiera exactamente en qué estoy pensando y ese maldito cuerpo esculpido como si algún dios antiguo hubiera decidido darse un capricho al crearlo. No es normal. ¡No es normal que alguien tenga esos brazos, esos ojos, esa voz! ¿Y esa costumbre de aparecer de la nada y acercarse demasiado? ¿Es que no entiende el concepto de espacio personal? Cada vez que lo tengo cerca, mi cerebro deja de funcionar con normalidad, y eso me pone aún más de los nervios.

Porque no me gusta. Obviamente. No me gusta.

Solo porque a veces me descubro mirándolo más de la cuenta no significa nada. Solo porque su voz grave me cause un extraño cosquilleo en la piel no significa nada. Solo porque cuando sonríe de lado, con ese aire de desafío y travesura, me den ganas de arrojarle algo (o, tal vez, de besarlo… NO, definitivamente de arrojarle algo), no significa absolutamente nada.

No. No me gusta.

Lo que pasa es que me saca de quicio. Y ya está.

Y si en las noches, cuando mi mente divaga antes de dormir, me descubro recordando su rostro, su risa y su maldita costumbre de llamarme “bibliotecaria” con esa voz profunda y burlona… Bueno, eso es solo porque necesito dormir más. Definitivamente.

Me encuentro en la sección de botánica, en uno de los rincones menos transitados de la biblioteca. Es mi zona favorita, el lugar donde me siento más cómoda. El aroma a papel antiguo se mezcla con el perfume tenue de hierbas, secas como si alguien las hubiera manipulado hace poco. Qué tontería.

Me pierdo entre los títulos de los libros, acariciando los lomos con los dedos, disfrutando la textura de las encuadernaciones gastadas por el tiempo.

De pronto, algo llama mi atención. Un leve destello, fugaz pero inconfundible, sale de uno de los estantes. Frunzo el ceño. Debo haber imaginado cosas. Los libros no brillan. ¿O sí?

Parpadeo varias veces, sacudo la cabeza y me acerco con cautela. Alargo la mano hacia el libro que, estoy segura, ha sido la fuente de aquel extraño resplandor. Intento sacarlo, pero no se mueve. Frunzo los labios y vuelvo a intentarlo, esta vez con más fuerza. Nada. Está completamente atrapado entre los otros volúmenes, como si formara parte de la estantería misma.

Resoplo y aferro el lomo con ambas manos, tirando con más determinación. Entonces, un sonido grave y vibrante inunda la estancia. Un quejido a madera resuena y, ante mis ojos atónitos, la estantería entera se desliza hacia un lado con un crujido profundo.

Me quedo inmóvil, con el corazón martillando en mis oídos. Un pasadizo oscuro se abre ante mí, revelando una habitación oculta tras los libros.

Doy un paso dentro, sintiendo la adrenalina recorrer mi cuerpo. La estancia está iluminada por una luz tenue y cálida, proyectada desde lámparas antiguas suspendidas en el techo. Mi boca se entreabre al descubrir lo que hay dentro. Es un laboratorio. Pero no uno cualquiera. Es un paraíso botánico.

Frascos de vidrio repletos de ingredientes desconocidos cubren las mesas. Hay hojas secas, raíces retorcidas, flores de colores imposibles. Algunas brillan con un fulgor iridiscente, otras parecen moverse levemente con la brisa inexistente de la habitación. Pergaminos enrollados, morteros de piedra y un sinfín de herramientas para preparar tisanas, ungüentos y pócimas se alinean en estanterías perfectamente organizadas. Me acerco a uno de los recipientes y leo la etiqueta en un idioma que no reconozco, aunque algo en mi interior me dice que debería entenderlo.




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