ETERNIDAD EN UN JARDÍN DE TIZA
1946: La Semilla del Olvido
James Carter cavaba bajo la lluvia. Las trincheras de Normandía aún le robaban el sueño, pero hoy no era día de recuerdos de guerra. En el bolsillo de su abrigo, una carta sin abrir —«Para Clara», decía el sobre— pesaba como una bala sin disparar.
—Aquí —murmuró al hoyo fangoso, depositando la semilla de roble que le dio un vagabundo con ojos de cuarzo—. Crece, maldita sea.
La tierra olía a promesas rotas. Cuando la primera raíz brotó, James no vio el destello ámbar en su núcleo, ni el nombre «C + K» tallado en su corteza con tiza estelar. Solo sintió el alivio de un soldado que, por fin, dejaba caer su arma.
Al alejarse, tarareó sin querer una melodía. La misma que Clara le silbaba en los días de 1927, cuando el amor aún era sencillo como plantar tomates. No supo que el roble absorbería esa tonada, convirtiéndola en savia.
2023: La Carta que Nunca Fue un Adiós
Liora Márquez encontró la caja de metal bajo el roble gigante del parque. La tormenta de la noche anterior había desenterrado raíces tan gruesas como brazos, y entre ellas, brillaba algo que no era ni óxido ni oro.
—¿Abuelo? —gritó hacia Samuel, su tutor, que revisaba los rosales robóticos—. ¡Mira!
La caja contenía una carta escrita en un idioma que no existía. Pero cuando Liora tocó el papel, las palabras se reorganizaron en español, y el aroma a jazmines invadió el aire.
«Para quien encuentre esto:
Si el roble sigue en pie, significa que ella lo logró.
Planta esta semilla donde el tiempo te duela, y cuídala como a tu propio aliento.
—C.»
Samuel palideció. En la firma, reconoció la letra de su bisabuelo James, muerto en 1983. Pero antes de que pudiera hablar, el viento arrancó la carta de las manos de Liora. Las palabras se elevaron como luciérnagas, dibujando en el aire un jardín de relojes florecidos.
—¿Era… magia? —preguntó Liora, asombrada.
Samuel miró el roble. Entre sus ramas, juró ver a una mujer con vestido de raíces y un hombre riendo en lengua de estrellas.
—No —respondió, limpiándose una lágrima—. Era algo mejor.
3023: El Androide y las Flores de Acero
El Templo del Roble Sagrado albergaba la única religión del sistema estelar TR-0. Los feligreses venían a tocar la corteza dorada, cuyas venas brillaban con nombres tallados: Elvira, Samuel, Liora-0, Kai.
El androide designado Custodio KR-42 cumplía su ritual diario: regar las raíces con agua de luna de Titán, podar las hojas de tiempo muerto y tallar una flor de acero en la corteza.
—¿Por qué lo haces? —preguntó una niña, señalando las miles de flores que cubrían el tronco—. El Roble no necesita adornos.
KR-42 inclinó la cabeza. Su grieta en la mejilla izquierda brilló, como siempre que accedía a memorias prohibidas.
—Espero —dijo, con voz que imitaba el crujir de hojas secas— que en algún ciclo, esto le recuerde que no está sola.
La niña no entendió, pero KR-42 sí. Cada flor era una carta no escrita, un «Hola» y un «Perdón» a Clara, cuyo espíritu dormía en las raíces. Esa noche, mientras el templo dormía, el androide colocó su última flor en el centro del tronco. Al tocarlo, una voz susurró:
—Gracias por cuidar nuestro jardín, Kai.
KR-42 no tenía capacidad para llorar, pero sus circuitos vibraron con una frecuencia desconocida: 3,14 Hz, la misma de la risa humana.
En el Intersticio, más allá del tiempo, Clara y Kai observaban. Ya no eran seres, ni siquiera recuerdos. Eran el susurro entre hojas cuando el viento narraba su historia.
—¿Crees que lo entendieron? —preguntó Clara, viendo a Liora-2023 plantar una semilla en Marte.
Kai —ahora una constelación con forma de sonrisa— respondió con una pregunta:
—¿Recuerdas cuando me dijiste que el tiempo era un enemigo?
Clara rio. El sonido hizo florecer rosas de tiza en el vacío.
—Era una tonta.
—Sí —aceptó Kai, acercándose hasta que sus átomos se mezclaron—. Pero eras mi tonta.
Y así, entre risas y raíces, el jardín siguió creciendo.
La cámara se alejó. Mostró al roble no como un árbol, sino como un mandala de cicatrices y savia, sus anillos concéntricos formando la huella dactilar de Clara. En cada surco, latían todas las vidas que tocó, todos los amores que sembró.
Y en algún lugar, entre el polvo de estrellas y el musgo de luna, un reloj de madera tallado por un niño llamado Samuel marcó por fin las 3:15, la hora en que el tiempo aprendió a descansar.
En el jardín atemporal donde Clara y Kai descansan, la cámara revela un reloj de madera tallado en una de las raíces del roble. Sus manecillas, hechas de luz de luna petrificada, marcan las 3:15 —la hora exacta en que Clara Original talló el meteorito por primera vez—. Pero ahora, el reloj no tictaquea. Sus engranajes son flores de tiza, y en su base, una inscripción reza:
"Aquí el tiempo aprendió a ser raíz, no prisión."
Este reloj aparece en las tres líneas temporales del epílogo:
1946: James lo mira distraído al plantar el roble, sintiendo una calma inexplicable.
2023: La niña Liora lo dibuja en su cuaderno, sin saber por qué esa hora le parece "importante".
3023: KR-42 (el androide-Kai) lo limpia cada mañana, repitiendo un gesto que sus circuitos registran como "ritual 314".
Editado: 11.03.2025