La Herencia Maldita

3. EL LEGADO

Muy nerviosa lo hice, tenía un mundo de papeles que no entendía y se lo di a Sor Caridad, a mi solo me llamó la atención una foto de ellos, y un sobre. Lo abrí nervioso para encontrarme con una hermosa carta de mis padres, donde me decían lo mucho que me amaban y que confiara en las monjas que ellas sabrían qué hacer.
—No tienes de qué preocuparte —dijo el padre— aunque no abrí ni leí esos papeles. Ellos me dijeron que se trataban, ahí está arreglado todo para que permanezcas en el colegio hasta la mayoría de edad. Todo está pagado hasta entonces.
—¿De veras?
—Sí, también sé que te dejaron una pequeña fortuna para cuando salgas del colegio puedas hacer frente a la vida que elijas vivir.
Mientras él hablaba, yo solo miraba la carta de mis padres abiertas en mis manos. Las monjas revisaban todos los papeles y se sorprendieron al ver la suma que dejaron en donación junto al pago para el colegio y comenzaron a alabarlos. Los escuchaba en silencio sin comprender bien todavía lo que explicaba. Porque mi mente solo estaba detenida en el hecho de que estaba sola en el mundo, no tenía familia a no ser los del colegio. Ni siquiera después de muertos me dejaron dicho si poseía alguno, por ello levanté la cabeza y le pregunté al padre casi con un hilo de voz.
—Disculpe que interrumpa hermanas —hablé casi en un susurro— Necesito hacerle una pregunta al padre. ¿Puedo?
—Sí, sí hija, claro que sí —se apresuró a responder el padre con cariño—. ¿Dime que quieres saber? Si está en mi posibilidad te ayudaré.
—Padre, ¿sabe usted si tengo otro familiar?—pregunté con timidez, bajando la cabeza, para escuchar lo que me contestó.
—Lo siento mucho, querida. Conocía solamente a tus padres. Jamás me hablaron de otro familiar que no fueras tú. Eras el único tema de conversación que teníamos entre nosotros. ¿Nunca te hablaron de ellos? —preguntó atrás él.
—No nunca. Al parecer no tengo —dije entendiendo de que en verdad estaba sola en este vasto mundo sin saber qué hacer. —Muchas gracias.
—De nada, pequeña, quisiera poder ayudarte más, pero no sé nada. A lo mejor eran huérfanos —era algo que no podía decir, ellos eran muy reservados.
—Puede ser, mamá me dijo que ella había estudiado en el colegio que estoy que es para huérfanos —recordé con tristeza.
—¿De veras? —Saltó Sor Inés— ¿Por qué nunca lo dijiste? La buscaremos en los registros, si es verdad daremos con ella.
—No la ilusiones Sor Inés, sí estudió con nosotras eso quiere decir que no tenía a nadie más —le llamó la atención Sor Caridad—. ¿Y tu papá te dijo que también estudió con nosotras?
—No, él no dijo eso ni mamá tampoco. Ya veo, estoy sola en el mundo como todos los niños del colegio, ahora soy igual que ellos, sin padres. Soy una huérfana. — Y me eché a llorar desconsoladamente.
—No estás sola querida, somos una gran familia, puedes quedarte con nosotras si quieres la vida entera. —Hablaba Sor Caridad, mientras me estrechaba en sus brazos.
Después de este día, me encerré por mucho tiempo en mi dolor, la perdida de mis dos seres queridos me causó un profundo trauma del cual me era imposible salir, solo la lectura era capaz de ayudarme a escapar de esa realidad. Podía pasarme el día y la noche leyendo sin parar. Las monjitas no me dejaban, me obligaban a participar de las actividades, a acompañarlas a donde quiera que iba. Yo tenía un talento natural de poder aprender con gran facilidad todos los dialectos e idiomas, y eso se convirtió en mi nueva pasión, aprender idiomas junto a ellas.
Por ese tiempo viajaba mucho con ellas, que lo hacían por casi todo el país, en su lucha por obtener donaciones para el colegio. Se habían percatado que yo con mi gran facilidad, las ayudaba a entenderse con todos y las personas al verme eran propensos a abrir sus bolsillos con mayor facilidad, así que de a poco el ritmo de mi vida me fue sacando de mi depresión.
Con el paso del tiempo, mis heridas comenzaron a cicatrizar lentamente con la ayuda de mis maestras y amigas. Su paciencia, amor y comprensión lograron que me fuera habituando a la idea que esta era ahora mi vida, mi familia, todo lo que me quedaba en el mundo, lo cual acepté con resignación y paz con el transcurso de los años.
Era realmente feliz, me sentía segura en aquel lugar que me protegía del mundo cruel. Según fui creciendo ya no era solo una huérfana más del colegio, me trasladaron para una de las pequeñas habitaciones en que habitaban las monjas. Convirtiéndome en una trabajadora más, las ayudaba en todo sin dejar de estudiar yo. Porque no sentía que tuviera la vocación de convertirme en una monja como en ocasiones me lo insinuaba la madre superiora.
Después de mi mayoría de edad, debía decidir qué hacer. Por unas horas deseaba complacerlas y convertirme en monja, en otras tenía ansias de salir a recorrer el mundo, y así me encontraba en esta batalla, cuando un hecho cambiaría para siempre lo que sería mi vida a partir de ahí.
Recién había cumplido mis veintitrés años, hacía cuatro que había terminado mis estudios para ser maestra, pero todavía no me decidía a dejar el colegio. No conocía nada del mundo exterior, tampoco poseía vocación para ser monja, me encantaba enseñar a los niños, motivo por el cual me encontraba aún en el colegio. Impartía clases a los más pequeños de arte, literatura e idiomas.
En aquel entonces solía todavía pasarme interminables horas en la pequeña biblioteca, puedo decir sin exagerar, que prácticamente me había leído todos los libros, algunos de ellos varias veces. A través de ellos disfrutaba las aventuras del mundo. Me imaginaba viviéndolas personalmente y creo que era uno de los motivos por lo que nunca me decidí a tomar los votos y convertirme en una monja. Ansiaba salir a ese mundo extraño a vivir todas experiencias que ellos contaban. Allí me encontraba una tarde de otoño cuando tocaron a la puerta.
—Señorita Ángel, la solicita la madre superiora. —Vino corriendo una de las niñas que estaba en el colegio.
—¿A mí? —pregunté intrigada. ¿Qué querría a esa hora de la noche la madre superiora conmigo?
—Sí, debe presentarse con urgencia en el despacho de la madre superiora —contestó y agregó. —Eso fue lo que me mandó a decirle Sor Inés.
—Está bien, muchas gracias, linda —me levanté presurosa pensando muchas teorías, muy pocas veces era llamada a la dirección, y las pocas que lo hicieron nunca guardaron buenas noticias para mí.
Intrigada dirigí mis pasos allá tocando la puerta al llegar, escuchando su amable voz invitándome a entrar. Estaba acompañada de una misteriosa persona, que por estar la habitación en penumbras me causó algo de temor. Al verme se puso de pie, apreciando que se trataba de un hombre muy delgado con una joroba en su espalda que lo hacía permanecer inclinado, apenas se podía divisar su rostro por el enorme sombrero que llevaba. Estaba completamente vestido de negro, que le daba aún más un aspecto tenebroso.
—Buenas tardes, señorita Ángel —saludó enseguida al verme.
—Buenas noches, señor… —contesté sin dejar de observarlo de lo más intrigada al escucharlo saludarme por mi nombre.
—Es el abogado de tu familia, querida —me explicó la madre superiora. —Ha venido de urgencias.
—Es un placer, al fin conocerla señorita Ángel —se adelantó el señor extendiendo su huesuda mano hacía mí—. Y como bien le dijo la madre superiora, soy el abogado Edmundo que representa a su familia.
Explicó y saludó con una profunda voz de barítono que desentonaba con la delgadez de su figura. Al avanzar a mi encuentro apretando con su huesuda mano la mía, la pálida luz de las velas dio de lleno en él. Y fue entonces que pude apreciar su afilada y prominente nariz; que contrastaba con unos grandes ojos negros muy brillantes; una fuerte mandíbula daba a entender un carácter firme y decidido; sus labios muy finos me sonrieron amablemente dejando apenas al descubierto una hilera de dientes muy blancos, demostrándome respeto al tiempo que tomaba mi mano dándome un suave apretón, para luego dejarla sentarse e invitándome a mi hacerlo a su lado.
Todavía no podía comprender qué quería un abogado, a tantos años después de la muerte de mis padres. Tampoco conocía que tuviéramos abogado, cuando la muerte de mis padres no apareció ninguno, todo lo resolvió el padre de la iglesia con las monjas. Además, que recordara, todo lo habían dejado debidamente arreglado, jamás tuve que hacer ningún procedimiento para arreglar nada. Los cheques del banco llegaban puntualmente cada mes sin que tuviera que hacer nada. ¿Qué querría este señor aquí ahora?
—Vine en representación de su abuela —explicó.
¡Me quedé de una pieza! Lo observaba incrédula ante esa revelación, pensando que seguro debía de estar equivocado.




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