La Herencia Maldita

CAPITULO 1

CAPITULO 1

El sonido de los papeles al deslizarse sobre el escritorio del escribano resonaba en la oficina. Diana y su tío Carlos estaban sentados, tensos, separados por una distancia invisible que los mantenía en mundos opuestos. El escribano, un hombre de voz cansada y gafas gruesas, empezó a leer el testamento.

—"A mi hermano Carlos le dejo la totalidad de la empresa, la casa familiar y todos los bienes asociados a la gestión de la misma. A mi hija Diana, le dejo la suma de dinero correspondiente a una cuenta de ahorro..." —la voz del escribano se volvía un eco distante en los oídos de Diana mientras el mundo parecía desmoronarse a su alrededor.

Cuando las últimas palabras resonaron en la habitación, Diana apretó los puños hasta que la piel de sus nudillos se puso blanca. Miró a su tío. Carlos mantenía una expresión inmutable, casi complacida. Sin decir una palabra, Diana se levantó de la silla y salió de la oficina con pasos rápidos. Escuchó los pasos de Carlos siguiéndola.

Al salir a la calle Diana subió al auto del tío ya que estaba lejos de su casa y también porque la conversación con el tío no ha terminado.

Ya en el auto, la tensión se desbordó. Diana no pudo contener la furia que llevaba acumulada desde que su padre había fallecido. Mientras el vehículo avanzaba por las calles grises de la ciudad, la voz de Diana tembló de rabia:

—¡Me robaste todo, Carlos! ¡Esto es una traición! —le gritó, clavando la mirada en su tío, que estaba mirando por la ventana con el rostro tan frío como el mármol.

Finalmente, Carlos limpió la garganta para contestar.

—Diana, deja de culparme por los errores que cometiste —respondió Carlos con un tono calculado, sin mirar a la chica —. Tu padre no confiaba en ti. No quiso dejar la empresa en tus manos porque te dedicabas a otra vida, una que no tenía nada que ver con el esfuerzo que él hizo. Tus salidas, el alcohol, las malas compañías...

Diana sintió un ardor en el pecho. Sabía que su vida no había sido perfecta, que había cometido errores, pero también sabía que su padre la amaba. La rabia la cegaba, y cada palabra de su tío era como un cuchillo revolviéndose en su pecho.

—¡Eso no justifica lo que hiciste! ¡Sabes que papá me amaba! —gritó con la voz quebrada. Sus ojos se llenaron de lágrimas que luchaban por escapar.

Carlos la miró de reojo, con una expresión que combinaba falsa simpatía y superioridad.

—No te voy a dejar sola, Diana, ya sabes. Tienes algo de dinero, puedes estudiar administración de empresas y, cuando estés lista, tal vez haya un lugar para ti en la empresa. Incluso te dejaré el auto.

Esto sonó como una burla en los oídos de Diana. Sintió la sangre hervir, el resentimiento crecer hasta el punto de explotar. Sin pensar, le lanzó un golpe al brazo, lo rasguñó con fuerza, dejando una marca roja en la piel de su tío. La rabia la consumía.

—¡No quiero nada de ti, maldito! —exclamó con una furia incontenible, y antes de que Carlos pudiera detenerla, abrió la puerta del auto en movimiento.

El chifle del viento le llenó los oídos y revolvió el pelo.

Carlos intentó agarrarla del brazo, pero fue demasiado tarde. Diana saltó. Cayó al asfalto con un golpe seco. El mundo empezó a girar a su alrededor mientras su cuerpo rodaba por la carretera. Todo se volvió un borrón de dolor, oscuridad y ruido.

El chofer frenó el auto.

Carlos se dio vuelta para mirar cómo está Diana, pero en la oscuridad de la noche no se distinguía nada.

Carlos sintió la rabia ardiendo en su rostro.

—¡Arranca ya! —le ordenó al chofer. El auto aceleró y se perdió en la distancia, dejando atrás a Diana, sola y herida en medio de la carretera.

***

Irwin conducía su coche camino a una cita con Adriana, su novia, sin imaginar lo que estaba a punto de presenciar. Las luces del auto de adelante le habían llamado la atención cuando vio la puerta abrirse bruscamente y el cuerpo de una mujer caer al pavimento. Los reflejos del chico lo hicieron frenar de golpe. El corazón saltó en el pecho.

Irwin observó cómo el auto que había dejado a la chica se alejaba rápidamente sin detenerse. Maldijo entre dientes y salió de su coche, corriendo hacia la figura que estaba tirada en el asfalto. Cuando se acercó, se dio cuenta de que era una chica joven y estaba inconsciente. El rostro de ella estaba cubierto de sangre y con heridas visibles en los brazos y piernas.

—Mierda... —susurró, agachándose junto a ella para verificar si respiraba. Estaba viva, aunque muy débil. El chico la levantó con cuidado y la llevó hasta su auto, acomodándola en el asiento trasero.

Había algo detrás de este accidente, algo que no encajaba a Irwin. ¿Por qué la habían dejado así? ¿Quién era esta chica y qué había hecho para ganarse el desprecio de quienes la abandonaron? Mientras encendía el motor, su mente no podía dejar de pensar en los problemas en las cuales se acaba de meterse. Pero no podía dejarla sola. No ésta noche.

Irwin aceleró, alejándose de la carretera desierta, mientras la figura inconsciente de la chica se estaba tambaleando en el asiento trasero al ritmo del movimiento del auto. La noche que Irwin había planeado dio un giro inesperado.

Igual que para Diana. Y ahora los dos estaban yendo a una aventura peligrosa con cada kilómetro recorrido.




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