La hija de dragones

Capítulo 7.

Reinó de Unitra.
Narrador: Damián Vasileíou.

La risa de Shaera resonó en el claro, pero era una risa vacía, desprovista de alegría. Allí estaba ella, la princesa, imponente y, a la vez, distante. Éros avanzó hacia ella, la preocupación deformando su rostro, mientras que mi mente luchaba por entender qué sucedía.

— Shaera, ¿qué te ha acontecido? —preguntó Éros, su voz cargada de angustia—. Todos en el reino te estamos buscando. Tu ausencia ha sumido a Unitra en el caos.

Ella se giró lentamente, la luz a su alrededor fluctuando como un refugio protector. Sus ojos, usualmente tan brillantes, estaban nublados por un matiz de tristeza casi palpable. — Siempre anhelé ser libre, Éros. Libre de las expectativas y de este reino que me ha definido únicamente como la princesa.

— Pero, ¿a qué costo? —inquirí, incapaz de contenerme—. Has dejado a todos atrás. Dices que buscas libertad, pero ¿no te percatas del dolor que dejas tras de ti?

Ella sonrió, pero no era una sonrisa de felicidad. Era una sonrisa que sabía demasiado acerca de la soledad. — No todo lo que brilla es oro, Damián. La libertad puede ser una prisión en sí misma. Antes de tomar una decisión, debí comprender lo que significa ser realmente libre.

Éros estaba a su lado, los puños apretados. — Estamos aquí para llevarte de regreso. No debes cargar con esto en soledad. Sabemos que no eres una bruja, pero lo que dicen los demás es un reflejo de sus propios temores.

— No estoy lista para regresar, mas les juro que volveré cuando lo esté. Solo deseo pasar algunos días más aquí.

— Está bien, no puedo obligarte a irte conmigo; sin embargo, deseo que, cuando estés lista, regreses antes de que se agote la semana.

— Intentaré que sea lo más pronto posible.

Esta gente tiene palabras de plebeyos, y en ocasiones hasta su mismo comportamiento es «simplemente inaudito». ¡Requiero con extrema urgencia volver a mi nación!

— Lamento interrumpir su conversación, pero, príncipe Éros, debemos partir.

— Cierto, tienes razón. Rey Damián, es mejor que nos marchemos.

— Por favor, princesa Shaera, le ruego que haga todo lo posible por regresar cuanto antes a su castillo.

— Pondré todo mi empeño para volver antes de lo estipulado. Agradezco, rey Damián, que haya venido en mi búsqueda, aun considerando que no estamos en los mejores términos.

— No se preocupe, princesa Shaera. Es mi deber como rey velar por la seguridad de toda princesa y doncella que pueda hallarse en peligro.

— Usted es un rey muy noble.

— Gracias. Considero que usted, princesa, también será una excelente gobernante.

El tono rosado que tomaron sus mejillas era, sin duda, muy comparable a las flores que se cultivan en Váloria.

Con un silencio que se tornaba pesado, tanto Éros como yo intercambiamos miradas, sintiendo el peso de lo que vendría. La incertidumbre envolvía la cueva, pero era Shaera quien, aunque ausente por un momento, parecía entrever un destello de esperanza en su futuro incierto.

— Es hora de irnos, príncipe éros; lo esperaré junto a los dragones.

— En un momento voy, rey Damián.

— Princesa, considero que es necesario que quite la ilusión.

— Cierto, rey Damián, deme un pequeño momento.

Hace un movimiento sutil con sus manos y la ilusión desaparece ante mis ojos, dejando ver, un cueva con grandes paredes que contienen la profecía que leí en la biblioteca del castillo.

— Esta cueva... —susurré, maravillado—. Es la profecía que leí en la biblioteca del castillo, pero no pensé que existieran en realidad.

— Es un lugar olvidado, uno que guarda los secretos del linaje real de Unitra —respondió ella con un tono reverente—. Aquí, en este espacio sagrado, comprendo que mi camino no es solo hacia la libertad, sino hacia un propósito más amplio.

Éros se acercó, contemplando los extraños grabados que cubrían las paredes. — ¿Qué quieres decir con eso, Shaera? Este lugar parece tener un eco de advertencia.

— Los símbolos hablan de una antigua profecía que considero es mejor que ta la explique el rey Damián.

— Está bien, nos veremos pronto hermanita — se acerca a la pequeña princesa y da un beso en su coronilla.

— Debemos salir de aquí pronto, antes de que otros se percaten de que estamos tardando de más —insistió Éros, con la urgencia de un príncipe que sabía que cada segundo contaba.

— Tienes razón, Éros. Lo haremos, pero prometan que no hablarán de lo que han presenciado aquí hasta que sea el momento apropiado —pidió Shaera, su tono asumiendo la autoridad que siempre había poseído de manera innata.

— Así lo haremos, princesa. Su secreto está a salvo con nosotros —asentí, sintiéndome inspirado por la convicción que emanaba.

Mientras volvíamos hacia la salida, el resplandor del lugar contrastaba con la penumbra que nos aguardaba fuera. Sabía que todo había cambiado en ese pequeño instante.

—Pronto el reino demandará la presencia de la princesa, Éros. Su rol en la corte es, a fin de cuentas, esencial para la estabilidad de Unitra —dije, sintiéndome obligado a recordarle el deber que tenía hacia su pueblo.

—Lo sé, Damián —respondió, su mirada firme—. Pero a veces, ser verdaderamente libre es entender también lo que significa asumir grandes responsabilidades.

Y así, cada uno sumido en sus pensamientos, abandonamos la cueva que se encuentra en lo más profundo de los bosques de Unitra, mientras el destino de nuestro reino pendía de un hilo, tejido por los anhelos de la princesa que aún buscaba su verdad. Sin embargo, siendo realista, solo me ha parecido una princesa caprichosa y mimada, que cree que su verdad es más importante que el bienestar de su reino; y no hay nada más equivocado que eso.

Al llegar al castillo, me dirijo a la habitación de mi padre, pero antes deseo obtener algo. Por ello, emprendo rumbo a la habitación de la princesa. Tras recorrer unos cuantos pasillos, finalmente doy con ella. Al entrar, detallo un poco más el lugar donde pasa la mayor parte de sus días. Es sumamente amplia; en el techo cuelga un candelabro de oro y diamantes, y sus paredes están adornadas con tonos lilas, que se combinan con el negro y el blanco, formando un diseño que evoca la belleza de las flores. Dos estantes repletos de libros se alzan en las paredes, y una mesa de cristal, con delicados detalles en oro, sostiene plumas de cristal, oro y plata. Hay más objetos que no detallo a fondo, pues no son lo que vine a buscar. Me dirijo a una de las dos puertas que hay en la habitación, y para mi suerte, es la que estoy buscando.




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