La niña apenas tenía seis años cuando comprendió lo que significaba ser rechazada. Sus ojos carmesí, tan distintos a los de los demás, brillaban entre lágrimas mientras corría tras la figura de su madre.
—¡Madre, no me dejes! —gritó con la voz quebrada.
La mujer se volvió por un instante, sus labios temblaron y en sus ojos hubo un destello de miedo más fuerte que el amor.
—No me sigas. Tú… tú no eres mi hija.
Las palabras la atravesaron como cuchillas. La pequeña se detuvo, con un diamante azul brillando en la palma de su mano, único vestigio de un origen que ni ella entendía. La vio alejarse, desvanecerse en la oscuridad, hasta que el silencio fue lo único que le quedó.
Cayó de rodillas, sollozando. Fue entonces cuando alguien más apareció. Un joven de cabello rubio, ojos azules como el hielo y un porte solemne, vestido de negro. Se inclinó hacia ella, observándola con curiosidad.
—¿Por qué lloras? —preguntó con voz calma.
Ella levantó el rostro empapado de lágrimas.
—Mi madre… me dejó.
El muchacho le tendió la mano. Sus dedos eran fríos como la noche misma.
—Ven conmigo.
Ella dudó. Miró esa mano helada y, con un temblor en los labios, la apartó.
—¿Cómo te llamas? —insistió el joven.
bajó la mirada.
—No… no tengo nombre.
El observó su mano y shiro se dio cuenta y respondió
—Nací con este símbolo… —Shiro levantó la mano y la mostró con timidez
—Sus ojos carmesí brillaron con firmeza mientras lo miraba sin parpadear.
—Dime,… ¿qué eres en realidad?
Demion sostuvo su mirada sin pestañear. En sus ojos azules brilló un destello oscuro,
— yo no soy humano —respondió con calma, casi con arrogancia
—Y tú tampoco lo eres.
Se inclinó hacia ella apenas un poco, su voz bajó a un susurro cargado de misterio.
—Shiro… tú y yo pertenecemos a un mundo que los demás jamás entenderían.