La Hija Del Olvido

Capítulo diez. Deja de huir

Habían pasado varios días desde aquel día con Kalen. Desde entonces, la bicicleta no había salido del rincón donde la dejó, seguía ahí como un recordatorio silente. Riley prefería tomar el autobús, cambiar de ruta, evitar el camino donde podían cruzarse… lo necesitaba. El ruido que él había provocado en su mente no le permitía concentrarse, esas palabras suyas... «No todo en la vida es ganar dinero. También es ganar grata compañía, amena charla, un amigo... o algo más», no dejaban de hacer eco… pero no podía jugar a los enamorados, no tenía tiempo para eso, ni energía.

Tenía una meta y era clara: pagar cada centavo que le debía a su benefactor. El hombre que, desde que quedó huérfana, la cuidó desde las sombras. La casa hogar a donde ella llegó se mantenía con donaciones de personas adineradas y otros se hacían cargo personalmente de cada infante, los acunaban en sus brazos para hacer personas de bien. Riley fue una de las beneficiadas, nunca conoció su rostro, pero el abogado de este era su intermediario, pagando sus estudios hasta que logró obtener su certificado de enfermería. Le prometió un futuro y luego, al tener la oportunidad, intentó cobrar con algo que no se ofrecía en una factura. Ella dijo que no, cerró la puerta con la dignidad intacta, pero desde entonces... cada favor se convirtió en una carga, cada deuda, en una sentencia. Por eso trabajaba tanto, por eso no confiaba en casi nadie.

Se encontraba en ese despacho, sentada y con su regalo descansando en sus piernas. Estaba muy feliz de haber obtenido su certificado, podría irse de la casa hogar y emprender camino sola. Por eso había preparado una tarta con mucho entusiasmo y con ansias de por fin conocer a ese poderoso hombre de buen corazón y agradecerle en persona todo lo que había hecho por ella desde que su madre la dejó abandonada para irse con el primer hombre que le prometió un futuro mejor a cambio de olvidar a su hija.

—Me disculpo por hacerla esperar, señorita Moore —interrumpió sus pensamientos nerviosos, Marco Santa Rosa, el abogado del “Señor A”, así le pidió que lo llamara hasta que llegara el momento de conocerse—. Esto será rápido, solo debe leer este documento y firmarlo.

—¿El señor A no vendrá? —respondió ella. Riley frunció su ceño mientras la decepción cubría su rostro y colocaba su tarta en el escritorio—. Le traje este regalo y…

—Lea, señorita —le cortó el abogado—, después podrá conocerlo.

Tomó el documento, pero a medida que leía, algo dentro de ella comenzó a romperse en silencio. Sus ojos se agrandaban con cada línea y sintió el pecho colapsar, un vacío helado que le recordaba otra vez que ser buena no basta, que la crueldad siempre encuentra la forma de volver. Cada sueño que había cuidado con tanto esmero se desplomó en un suspiro contenido, como castillos de humo arrasados por una tormenta que no vio venir y aun así… alzó la vista.

—¿Esto… esto qué significa, señor Santa Rosa? —Tragó el nudo en su garganta con la fuerza de quien se niega a morir del todo y con voz quebrada, pero firme, se atrevió a preguntar.

—Creí que fue redactado para que usted lo entendiera —comentó con una pizca de burla, como si la tratara de tonta. Riley por primera vez vio en ese sujeto una expresión cruel, una sonrisa que le hizo sentir escalofríos—. Está muy claro, pero se lo resumiré… Usted le debe a mi cliente todo lo que tiene y a cambio solo le pide lo que está en ese contrato. En dado caso de que se niegue, deberá pagar todo lo que se le dio.

—Esto es imposible... —susurró apenas audible Riley—. No tengo dinero... y no puedo hacer lo que me está pidiendo.

—Eso debió pensarlo antes de aceptar la ayuda de mi cliente. —El abogado, ahora de rostro imperturbable y modales afilados, cruzó los brazos con impaciencia.

Riley levantó la mirada, rota. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas sin permiso.

—Era una niña —dijo, con la voz hecha trizas—. Estaba sola... no tenía a nadie.

—No hay tiempo para esto. ¿Qué decide? —suspiró con fastidio, como si ya hubiera visto demasiadas veces ese mismo espectáculo.

Riley cerró los ojos un instante, luchando contra la marea de miedo y dolor que amenazaba con arrastrarla. Su cuerpo temblaba, pero no se dejó caer… Tragó el llanto, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y respiró hondo.

—Voy a pagarle —dijo con una determinación que no tenía antes—. Cada centavo.

—Sí, claro. Todas dicen eso. Y al final, regresan... cuando descubren que no pueden con la deuda. —La miró un momento, luego soltó una carcajada seca, sin alegría.

Riley no respondió, en cambio, apretó los labios y contuvo el temblor en la mandíbula. Se quedó en silencio porque sabía que lo que venía no sería fácil, pero también sabía que esta vez no se iba a rendir.

Y con esa idea firme trabajó incansablemente en cualquier trabajo, de lo que fuera, para cumplir la cuota que ese infame señor le impuso pagar cada mes, pero incluso así, ella no dejó su sueño atrás y por eso se encontraba en ese asilo. Era uno de sus tantos empleos, el que le daba poco dinero, pero una paz extraña. No era fácil cuidar a personas mayores, pero en ese lugar, al menos, nadie le pedía nada, solo que hiciera bien su trabajo.

Ese día el pasillo olía a desinfectante y a sopa de lentejas. El sol se colaba tímido por las persianas, pintando líneas doradas en el suelo pulido. Riley caminaba con su uniforme blanco ajustado a las caderas, el cabello rubio recogido y las ojeras pronunciadas. Salía de una habitación, alisando con las manos los dobleces de su bata, cuando escuchó una tos familiar.

—Ya estás tarde, niña —dijo una voz rasposa detrás de ella.

—Solo cinco minutos. —Sonrió al voltear y lo vio en la sala de estar, sentado en la misma mesa de siempre, con el periódico sobre las piernas y su imperdible café tibio. Don Emiliano, el hombre que nunca tuvo hijos, ni esposa, ni nadie que apareciera a visitarlo los fines de semana. Había hecho su fortuna en negocios que nunca contaba del todo y al final, ahí estaba, rico, solo y algo testarudo, pero con Riley se ablandaba. Ella tampoco hablaba mucho de sí misma, pero él no necesitaba preguntar porque había vivido lo suficiente para reconocer el cansancio detrás de una sonrisa.




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