La Hija Del Olvido

Capítulo once. Ya no necesito las clases

Desde que la dejó aquella noche en la curva del camino rural, había vuelto a recorrerlo todos los días con la esperanza de verla.

—Podrías ir directo al bar —comentó Ethan detrás de la pantalla mientras Kalen tomaba café en su oficina—. No es como si no supieras dónde trabaja.

—No quiero que piense que la estoy acosando —resopló el castaño, con fastidio y resignación.

—Hermano… eres un acosador. Bonito, pero acosador —rio el otro con desfachatez, logrando que su amigo gruñera porque, en vez de ayudarlo, solo se burlaba de su mala suerte.

A veces pensaba en hacerlo, pero algo en su pecho le decía que no, que no era así como se reencuentran las cosas que valen la pena. Además, la obra del conjunto habitacional estaba comenzando a presionarlo, el terreno había presentado problemas, los planos tenían que reajustarse y para eso había llamado a Ethan, necesitaba alguien de confianza a su lado.

—¿Terminaste de reírte? No te hablé para divertirte. ¿Ya tomaste una decisión o seguirás de holgazán? Te recuerdo que la universidad de las trillizas no saldrá nada barata, más que el pequeño Tom será aviador.

—¡¿Cuáles trillizas y quién demonios es Tom?! —exclamó el pelinegro sin entender.

—Has estado gritando a los cuatro vientos que Sofía será tu esposa; estoy seguro de que ya tienes hasta el nombre del perro y raza que tendrán —comentó Kalen para molestarlo.

—Tu sentido del humor es pésimo, ya vi por qué la tormenta se esconde de ti… y para tu información, mi pequeño Tom no será aviador, será astronauta; Mili y Nati no irán a la universidad porque estarán en el convento y no tendremos perro… será un gato.

Las risas no tardaron en llegar, hasta que dos toques en la puerta los interrumpieron.

—Espera… —dijo el castaño mientras veía asomar la cabecita blanca de su dulce secretaria en la puerta—, ¿ya llegaron? —le preguntó y esta solo afirmó—. Perfecto, hazlos pasar a la sala, por favor, Clarita. Voy en unos minutos. —Tomó su último sorbo de café y regresó la vista a la pantalla—. Debo irme, te necesito, Ethan… ¿Buscas que te ruegue o qué?

—¿Te ves sexy rogando? —Alzó sus cejas en un tono sugestivo, pero a los segundos se puso serio—. Lo haré, Kalen… Nos vemos mañana.

Sin más palabras, colgó.

Después de un par de horas, la reunión con los hermanos Segura había sido un desastre. Lo miraron con la típica superioridad de quienes creen que el dinero los hace expertos en todo, uno de ellos incluso insinuó que él no estaba preparado para llevar un proyecto de esa magnitud.

—Quizá si su padre estuviera al frente, ya habría resultados —dijo el mayor, cruzado de brazos y con sonrisa cínica.

Kalen no respondió, no como quería. Se tragó el orgullo, apretó los dientes y dejó que la junta terminara en silencio.

En el transcurso de la tarde había intentado ver a su padre personalmente para comunicarle sobre la incorporación de Ethan a la empresa, aunque no necesitaba su permiso ni le importaba, no deseaba que su amigo se sintiera incómodo ante un mal comentario de Artemis. Sin embargo, la secretaria de este le había informado que no había ido a la empresa, algo extraño para Kalen porque lo había visto salir antes que él, como siempre.

Eso trajo a su mente que últimamente estaba insoportable, nervioso, cortante. Se encerraba durante horas en el despacho de su casa y apenas se lo encontraba en la oficina. Una vez, Kalen llegó más temprano de lo habitual y lo encontró mirando por la ventana, con los nudillos blancos de tanto apretar el borde del escritorio. Sabía que su padre era un hombre que jamás mostraba sus debilidades, si es que las tenía, siempre arrogante y superior ante todos… pero sus actitudes lo ponían a pensar. Kalen no solía inmiscuirse en los negocios paralelos, ni en sus secretos, pero había aprendido algo con los años: cuando Artemis Dimou estaba inquieto, todos pagaban el precio y él no iba a permitir que su madre lo pagara de nuevo.

Hoy, más que nunca, necesitaba ese respiro. A la salida, ignoró los correos, ignoró las llamadas y simplemente condujo hacia el mismo camino de tierra. El viento entraba por la ventana, el sol caía bajo, dorado y espeso, y en el pecho la esperanza intacta… aunque ya empezaba a desesperarse.

Ya casi llegaba al punto donde siempre se daba la vuelta, su mente empezaba a gritarle que era una tontería, pero entonces la vio a lo lejos, la bicicleta. Bajó, cerró la puerta y se recargó mientras cruzaba sus brazos, se perdió en ella, en su pedaleo con fuerza, con la mochila al hombro y sus hermosos rizos, moviéndose como péndulo libre al ritmo del viento.

El corazón se le encogió como si tuviera quince años otra vez; la encontró y, por primera vez en días de espera, sonrió con el alma sin darse cuenta.

Riley se detuvo en seco, como si el tiempo también hubiera pisado los frenos. Él estaba ahí, recargado en su auto, con las manos en los bolsillos y la sonrisa en su rostro parecía no haberse apagado en todo el día… como si supiera algo que ella aún no. Esa curva amplia, descarada, que nacía en la boca, pero se encendía en los ojos.

El corazón de Riley dio un traspié, pero logró bajar de la bicicleta, intentando parecer tranquila. Respiró hondo, no funcionó, pero lo disimuló bien.

—Hola —saludó el castaño, con esa misma sonrisa intacta, cálida como pan recién horneado.

Ella entrecerró los ojos, como si eso fuera a protegerla de su intensidad.

—Pareces un ventrílocuo con esa sonrisa —soltó, cruzándose de brazos con la mochila aún colgada—. De esos que dan miedo cuando los ves en una radiografía.

Él rio de verdad. No se trata de una risa falsa de oficina, sino de una carcajada redonda, de gusto y memoria profunda.

—Extrañaba eso —dijo, sacudiendo la cabeza—. Tu sarcasmo, tu humor agrio. Es bueno verte.

Sintió que sus iris la atravesaban, como si supiera más de lo que debía y eso le incomodó, pero lo que en verdad la descolocó fueron sus palabras… otra vez. «¿Por qué hacía eso?», se preguntó. Miró hacia otro lado, hacia nada en particular.




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