Había terminado de comer (por no decir devorar) todo lo que me habían servido sobre la mesa. Por unos instantes sentí que el estomago colapsaría por tanta comida ingerida tan repentinamente, pero poco me importó, el banquete había sido más que exquisito.
De repente, noté una expresión más relajada en la señora que hasta ése momento se había quedado espantada por la forma en cómo me comporté hasta ése momento. No sabía si estaba más asustada después de verme comer pero no me quitó los ojos de encima ni por un instante, me analizaba hasta en el más mínimo detalle. Por lo que comencé a creer que era más que una simple criada del reino.
— Espero que la comida haya sido de tu agrado. Pero debo pedirte un favor — tan pronto como lo dijo, la miré con desconfianza. Aguardando el momento de contraatacar, cualquier intercambio siempre se traducía en pérdidas, y yo estaba acostumbrada a negociar con sangre. —. No me mires así, eso no te ayudará de mucho, tendrás que hacerlo de todas formas. — sonrió desafiante. — Ahí tienes. Has algo con ése olor, por favor. — gritó mientras se marchaba, tras tirarme una toalla en la cara y cerrar la puerta del baño.
Bueno, no voy a mentir. Después de 13 días en el desierto, sin una pizca de agua para beber, mucho menos para darme un baño digno, no era de extrañar que apestara.
Allí estaba, después de ser un bandido a la deriva, mi suerte cambiaba junto con mi nombre. Ahora, siendo Irina me iba bastante bien. Estaba en uno de los tantísimos baños de un castillo subterráneo, oculto de los desastres del mundo exterior. Esa mañana me había sentado en una mesa repleta de manjares, mientras que como Karina no había hecho más que devorar las sobras de mi mentor. Nunca dejó que cazara. Pese a ser buena para ello, me limité a seguir sus instrucciones hasta que desacaté la última de sus directivas, sólo para darle una muerte justa como el villano que era.
Recordar a Ariel no era tarea fácil. Había ido al desierto con la finalidad de olvidarlo, y en el transcurso intentar olvidar cómo era respirar. Quizás así moriría en paz. Pero nada de eso había pasado. Aún seguía doliendo cada cicatriz como si la herida fuese reciente.
Irina aprendería a ver las cosas de un ángulo diferente. Dependía de ella para mantenerme cuerda. Pero de algo estaba segura, uno nunca termina de enterrar su pasado del todo.
Salir de aquel baño fue renovador. Había dejado tres quilos de arena en la tina, los que se fueron por una cañería preparada justamente para ese tipo de residuos. Me sentí liviana y a gusto conmigo misma de nuevo. Hacía mucho tiempo que no me sentía así, quería conservarme de ese modo por siempre. Después de todo, no era fácil vivir conmigo misma.
Tan pronto como salí de la tina, no alcancé a tomar una toalla que ya tenía a la niñera de la Princesa amarrándome con una. La miré enfadada, nadie podía atreverse a tanto. ¿Y mi privacidad?
— La Princesa te está esperando, apresúrate jovencita. — me apuró, esa mujer estaba realmente acelerada.
— No hacía falta que entraras así, bastaba con avisarme desde la puerta, ¿sabes que esto es considerado un abuso? — arremetí molesta por la intromisión.
— Por favor, no seas exagerada. Además, ¿planeabas ponerte esos trapos de vuelta? — miró de reojo la pila de ropa a un costado.
— No son trapos, es mi ropa. — me defendí ante su comentario ofensivo, no era necesario tanto menosprecio.
— (Suspiró agobiada) No puedo creerlo, pero de alguna forma sabía que dirías eso. — asumió con espanto.
— ¿De qué estás hablando? Deja que me cambie al menos. — pedí clemencia. Ir así desnuda, envuelta en una toalla en un lugar desconocido no era adecuado para mi edad, mucho menos para lo que quedaba de mi dignidad.
— Si vas a estar en compañía de la Princesa, entonces deberás usar algo acorde y no ofenda el ojo de nuestra realeza. — anunció en voz alta alguna de sus tantas reglas.
— ¿Qué? ¿Me darán joyas y cadenas de oro? — le pregunté irónica mientras sujetaba con fuerza la toalla.
— No, algo mejor. Algo que necesitarás más que eso.
Cuando abrió una de las puertas al final del pasillo, me presentó mi habitación. E hizo entrega de un par de prendas para vestir, pero se detuvo en uno en particular. Un uniforme blanco, con líneas y bordados azules. Era de una tela suave como la seda pero de otra contextura un poco más firme. Si hubiera estado mi madre, ella seguramente se habría dado cuenta al instante que se trataba de lino.
— Si vas a estar aquí, no podrás ir por ahí haciendo lo que se te dé la gana. Deberás trabajar para ganarte tu lugar. Serás la guardaespaldas de nuestra Princesa en el tiempo que decidas quedarte. — anunció con cara de pocos amigos.
— Dejarás la seguridad de un miembro de la nobleza a cargo de a una completa extraña... Creo que hay algo que todavía no me cuentas. — advertí al instante.
— Créeme. Yo tampoco quería esto. Estaba dispuesta a echarte al desierto con una bolsa de comida y ya, pero ella insistió. Así que hazle honor a su voto de confianza en ti. — y se marchó dejando el eco de la puerta cerrándose tras pasar por ella.
Era demasiado inaudito cómo estaban transcurriendo los eventos. ¿Eran buenas noticias o malas? No podía discernir con claridad. Me estaban dando la oportunidad de pertenecer a un lugar, de tener un rol en su sociedad, de tener una identidad. ¿Pero a qué costo? ¿En qué se beneficiaban ellos? ¿En qué me beneficiaba a mí?
Mientras llevaba aquel debate ideológico en mi mente, me descubrí mirándome al espejo vistiendo aquel fino uniforme que me calzó bastante bien. Y de no ser porque aún era delgada, habría tenido que luchar con un escote un tanto asfixiante.
Estaba descubriendo a Irina. Mi nueva identidad. Mi rostro, el que había pasado años sin ver en un reflejo que no sea el del agua, me era ajeno. Estaba frente a mí y aún así, me resultaba tan distante aquella imagen. El traje ocultaba cada cicatriz que me identificaba. Sólo mostraba la parte de mí que quería mostrar al mundo. Una adolescente intentando con todas sus fuerzas emerger de las cenizas. Un fénix humano...