No sé cuántas veces he soñado con él, siempre es diferente, pero al mismo tiempo… igual.
A veces estamos sentados en el techo del gimnasio viendo las estrellas, otras corremos bajo la lluvia riéndonos como si el mundo no importara. En uno de los sueños, él me toma de la mano y me enseña a tocar una canción en guitarra, aunque yo claramente no tengo talento para eso. Siempre me mira igual: con esa media sonrisa como si supiera algo que yo no. Como si me conociera más de lo que yo me conozco a mí misma.
Pero cuando despierto, todo es bruma.
¿Quién eres? ¿Por qué siento que te conozco mejor que a nadie, si no puedo ni recordar tu nombre?
No le he contado esto a nadie, ni siquiera a Dany. Me daría pena decir en voz alta que todas las noches sueño con el mismo chico… y que me estoy empezando a enamorar de alguien que ni siquiera sé si existe.
Lo más raro de todo es que no parecen sueños. Son demasiado nítidos. Siento su voz, su risa. El calor de su mano sobre la mía. Y cuando despierto, mi pecho duele como si hubiera perdido algo, como si ya lo hubiera tenido… y no supiera cómo encontrarlo de nuevo.
Siempre me ha parecido curioso cómo puede pasar tanto y tan poco en un día.
El reloj marcaba las 6:12 de la mañana cuando abrí los ojos, aunque mi cuerpo insistía en quedarse un rato más entre las cobijas. Mi mamá ya había gritado dos veces que iba a llegar tarde, y aun así… me tomé cinco minutos más para no hacerle caso.
No era flojera. Era costumbre. Esa sensación de que todo lo que me esperaba allá afuera ya lo había vivido antes. Que era solo otro martes más, con las mismas materias, las mismas caras, los mismos pasillos… y el mismo sueño estancado en la garganta.
Me alisté con lo primero que encontré. El uniforme estaba más arrugado de lo permitido, pero lo disimulé con la sudadera del colegio. No tenía energía para pelear con la plancha, ni con la vida.
Mamá me dejó frente a la entrada como cada mañana, me deseó suerte en el examen de matemáticas (que no tenía), y me recordó que intentara comer algo en el recreo.
Asentí. No la escuchaba del todo.
Me llamo Natalia. Y si tuviera que describirme con una sola palabra, sería: invisible. No porque la gente no me viera, sino porque nadie miraba realmente.
Pasaba entre los grupos de chicas populares como una sombra entre el humo de sus perfumes caros. Los profesores sabían que existía, pero rara vez recordaban mi apellido. Y los chicos… bueno, para ellos era solo "la que siempre está distraída al fondo del salón".
El colegio era un ruido constante. Voces, timbres, mochilas, pasos, suspiros, risas, gritos. Yo caminaba entre todo eso como quien camina bajo el agua, en cámara lenta. No es que no quisiera estar ahí. Es solo que a veces sentía que no estaba del todo despierta.
Daniela me esperaba, como siempre, en las gradas del patio. Sentada con las piernas cruzadas, comiéndose una manzana verde mientras movía el pie al ritmo de alguna canción imaginaria.
—Ya era hora, dormilona —me dijo al verme—. Pareces un alma en pena.
—Buenos días a ti también —respondí, dejándome caer a su lado.
—¿Dormiste algo?
—Un poco. Pero soñé raro otra vez.
—¿Con qué?
—En realidad no lo sé, es como si viajara a otros universos o si estuviera viviendo cosas en un mundo paralelo.
Dany me miró de reojo, como solía hacer cuando intentaba leerme la mente.
—Tienes que desconectarte un rato. Ya no pareces tú.
—¿Y si esta es la versión más real de mí?
—Pues entonces qué tristeza.
Reímos, pero fue más para no preocuparnos.
Las clases pasaron como si alguien le hubiera bajado el brillo al día. El profesor de historia hablaba de fechas que no me interesaban. El de literatura recitaba a Neruda como si estuviera leyendo un instructivo de licuadora. Y yo solo quería dormir sobre el pupitre sin que nadie me preguntara qué me pasaba.
Durante la clase de física, caí vencida. Cerré los ojos apenas por un momento. Sentí el calor del sol en la cara, y luego… nada. Me quedé dormida.
Dormir se me daba mejor que socializar. Tenía esa capacidad de desconectarme en medio de todo. Una forma de desaparecer sin moverme del lugar.
No era depresión. No exactamente. Era más bien una mezcla de cansancio emocional, falta de propósito, y un corazón que no sabía qué estaba buscando.
Cuando desperté, todo el salón estaba en silencio. El profesor me miraba con resignación desde su escritorio.
—Al menos intenta fingir que te interesa, Natalia.
Asentí. No supe qué contestar.
Miré a mi alrededor. Algunos compañeros se reían por lo bajo. Otros solo me ignoraban.
Tomé una hoja de mi libreta vieja —la misma donde solía escribir tonterías del colegio—un lápiz medio mordido que encontré entre mis cosas y cerré los ojos un segundo, intentando atraparlo.
Su rostro.
Esa mirada.
La forma en que su cabello le caía sobre la frente.
Mi mano empezó a moverse sola, como si recordara lo que mi mente no podía. Era raro, porque no soy buena dibujando. Ni siquiera sé si estoy haciendo algo coherente. Pero algo dentro de mí gritaba que lo intentara.