La Historia que Nunca Tuvimos

EL CHICO MISTERIOSO

A veces los días pasan sin que uno note nada especial.

Y a veces… basta una mirada fugaz para que todo cambie sin que te des cuenta.

No sé en qué momento exacto él y yo empezamos volvernos más cercanos. Pero empecé a notarlo.

Cuando entraba al salón y ya había un lugar libre junto a mí, él lo tomaba sin preguntar. Cuando llegaba a la biblioteca, a veces ya había un libro apartado con mi nombre escrito en una esquinita de papel doblado. Cuando salía tarde del colegio, lo encontraba sentado en las escaleras, como si simplemente “coincidiéramos” todo el tiempo.

No hablábamos mucho, pero en ese silencio… estaba pasando algo.

Era un martes por la tarde, entré a la biblioteca buscando un libro para un trabajo de literatura, estaba sola. Caminaba por el pasillo de poesía, fingiendo que me interesaban las antologías cuando en realidad solo necesitaba distraerme de mí misma.

Y ahí, entre dos libros de Benedetti, encontré esa libreta, la que tanto llevaba el en sus manos, era pequeña, cuero desgastado, una banda elástica que la sujetaba. No tenía nombre. La abrí.

Y ahí, había una nota escrita con una letra apretada pero clara, decía:

"A veces, los lugares vacíos son los mejores para encontrarte. Hoy, por ejemplo."

No supe si era para mí, pero me la llevé.

Y al día siguiente, en la misma biblioteca, la libreta volvió a aparecer con otra nota. Esta vez con otra frase:

"Te ves linda cuando crees que nadie te está mirando."

Mi corazón dio un salto estúpido. ¿Era él? Claro que era él pero ¿Cómo sabía a qué hora vendría?

Empecé a buscarlo con la mirada más de lo normal.

Y ahí estaba. Sentado dos mesas más allá, fingiendo leer algo de historia universal, pero con una pequeña sonrisa dibujada en el rostro.

No dijo nada. Solo me miró y me guiñó el ojo.

Otro día, más adelante, me quedé dormida en clase de física. Cansancio acumulado, mente revuelta. Casi no pude mantener los párpados abiertos.

Cuando desperté, la clase había terminado y el salón estaba vacío. Tenía la sudadera de alguien sobre los hombros y una nota en la mesa, escrita en una hoja de papel cuadriculado:

"No pude despertarte. Pero no quería que tuvieras frío.
P.D. Devuélvemela… algún día."

Olía a su perfume, la guardé como si fuera un amuleto.

Luego lluvia. Otra vez.

El clima nos sorprendió a todos durante el recreo. Yo no tenía paraguas, y el cielo se rompió sin contemplaciones. Corrí hacia el gimnasio y me refugié bajo el ya conocido pequeño techo de metal.

Él ya estaba ahí, mojado, tranquilo. Como si hubiera estado esperándome.

—Otra vez tú —dije.

—O tú otra vez —respondió.

Ambos reímos.

Nos quedamos bajo el mismo techo. No lo suficientemente cerca como para tocarnos. No lo suficientemente lejos como para ignorarnos.

Y entonces me di cuenta de algo, él no era nuevo. No del todo.

Él ya había estado apareciendo en mis días, como un fragmento de canción que reconoces aunque no sepas de dónde viene.

No hablamos, pero cuando nuestras rodillas se tocaron, no las apartamos.

Y cuando él me ofreció un dulce que sacó del bolsillo —un caramelo de limón, mi favorito—, supe que ya nada era casualidad.

Él me estaba mirando desde antes.

Y ahora… yo también empezaba a mirarlo de vuelta.




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