Cuando llegó el recreo, no fui corriendo a la cafetería como solía hacerlo. Me quedé un momento más en el aula, escribiendo en el cuaderno que llevaba siempre conmigo.
No era un diario. Era… más bien una mezcla de pensamientos, letras de canciones, frases sueltas. Y desde hace unos días, también tenía una pequeña libreta con cuero gastado que alguien —él— había dejado para mí. La llevaba a todos lados. Era como un secreto que nos unía.
Dany se asomó por la puerta.
—¿Vienes o te vas a casar con ese cuaderno?
—Un minuto —dije.
Cuando salí, el cielo ya empezaba a oscurecerse. La temporada de lluvias había llegado sin pedir permiso, y todo parecía más gris de lo habitual. Pero dentro de mí… no. Dentro de mí, había una pequeña luz creciendo. Y yo no sabía su nombre.
Lo vi a lo lejos, recargado en la barda del pasillo lateral. Traía una sudadera parecida a la que me había prestado esa vez en clase de física, la que aún tenía doblada en mi mochila. No se la había devuelto todavía y él no la había pedido.
Solo sonrió al verme.
—¿Cómo estás extraña?
—Menos fría —respondí con una sonrisa tímida.
Se acercó con paso tranquilo, y sin decir nada, me ofreció medio pan de chocolate envuelto en servilleta.
—Desayuno compartido, por si no alcanzaste en casa.
—¿Y si lo envenenaste?
—Te estarías muriendo ahora, así que ya es tarde para reclamar.
Reí. Con él, las cosas eran fáciles. Cómodas. Como si en medio de un mundo que no siempre entendía, él hubiera aprendido a hablar mi idioma.
Nos sentamos juntos en las gradas del gimnasio. Esa zona ahora era “nuestra”. Desde que habíamos compartido refugio bajo ese techo oxidado mientras la lluvia caía como un aplauso del cielo, ninguno de los dos lo decía en voz alta… pero era evidente: ese rincón nos pertenecía.
—¿Sabes qué me pregunté cuando te vi por primera vez? —dijo, mirándome sin apuro.
—¿Por qué me dormía en clase de física?
—Te veías linda pero no. Lo que me pregunté fue: ¿por qué parece que sueña algo mejor que este mundo?
Mi corazón se encogió.
—¿Y encontraste la respuesta?
—Todavía no. Pero estoy dispuesto a seguir buscando… si me dejas mirar contigo.
Mis mejillas se encendieron. No por vergüenza, por ese tipo de calorcito que uno siente cuando sabe que está justo donde debe estar.
No me animaba a decirle lo que pasaba dentro de mí, pero sí me animé a algo más.
—¿Recuerdas la libreta?
—¿Cuál de todas?
—La de las frases. La que dejaste entre los libros de Benedetti.
Me sonrió, como quien ya sabe lo que viene.
—¿La llevas contigo?
Saqué la libreta del bolsillo interno de mi mochila y se la tendí. En la primera página, había escrito algo esa mañana, algo que me costó mucho decidir, pero que sabía que tenía que dejar salir.
“Ya no tengo miedo de que me veas.”
El la leyó en silencio. Cerró la libreta con suavidad. Y sin decir nada, la volvió a colocar en mi mochila.
—Yo nunca dejé de verte —dijo simplemente.
Y en ese momento, supe que no faltaba mucho para que todo cambiara.
—
Esa tarde, cuando llegué a casa, me sentí diferente, no porque algo en el mundo hubiera cambiado, sino porque, por primera vez en mucho tiempo… yo estaba cambiando.
Esa noche tuve un sueño muy extraño, en realidad aun no sé si fue un sueño o algo más, pero lo sentí real. Tan real que todavía me arde la garganta como si hubiera gritado.
Estábamos en un lugar que no reconocía. No era mi colegio, ni mi casa, ni ningún lugar donde hubiera estado antes. Era gris, lleno de humo, con sirenas que aullaban en el fondo como si algo estuviera por estallar. Las luces parpadeaban, como si el mundo estuviera al borde de apagarse.
Yo vestía de blanco, algo parecido a un uniforme, aunque no podría decir si era de enfermera, científica o algo que nunca existió. Me miré las manos y estaban manchadas… no de sangre, pero sí de algo. Como polvo. Como ceniza.
Y entonces lo vi.
A él.
Estaba a pocos metros, con la mirada clavada en mí. No corría, no hablaba, no sonreía, solo me miraba, como si también intentara entender qué hacíamos ahí.
Su atuendo era extraño, borroso. Como si el sueño no pudiera decidir qué estaba usando. A veces parecía un abrigo largo, otras un uniforme oscuro, otras nada más que sombras.
Pero su rostro…
Su rostro era perfectamente nítido.
Tenía esa expresión que me rompía por dentro: una mezcla de alivio y dolor, como si me hubiera buscado por años. Como si al verme, recordara algo que yo aún no sabía que había olvidado.
—Natalia —dijo.
Fue lo único que escuché con claridad, como si su voz atravesara todo el caos.
Y en cuanto dio un paso hacia mí, las sirenas se volvieron más fuertes, ensordecedoras. Todo empezó a disolverse. Luces. Ruido. Gente corriendo. Fragmentos de otro mundo que no me pertenecía.
Desperté de golpe, empapada en sudor, con su rostro invadiendo mis pensamientos.
Y durante unos segundos, me quedé mirando al techo, sintiendo que acababa de perder algo… otra vez.
-Pero que es lo que me pasa con este chico?
—Y entonces estaba ahí, frente a mí —le dije a Dany, revolviendo mi jugo con la pajilla hasta hacerlo burbujear—. Todo era confuso, pero él… él era lo único claro. Llevaba un uniforme. No sé de qué, pero se parecía a los que usan los soldados. No… era más antiguo, como de otra época.